Sí, sí

Ayer le dieron el premio (un premio) a don Nicanor
pero culpa de un gorrión en una mora
leyendo el diario yo me he preguntado qué era el amor y he concluido que a lo mejor
todo tiene que ver con un juego
(recuérdese Roma, que no sé si ahí le van a dar el premio)
o ideas como: agua de la canilla, una palangana a medio llenar donde meter la cara.
Ya después las noticias no han dicho nada más, que yo sepa.
Igual me he vuelto a pensar en las playas violetas del Chile que conoce don Nicanor y hasta ahí me he aguantado
con las noticias y conmigo mismo.
Que por hoy ya estoy cansado de andarme fugando para otro lado, lejos de aquí.

de regreso en su estúpido pueblo

jeans zapatillas rojas campera roja polera
marlboro box cerveza cuatro por cuatros veloces atravesando la avenida

sombras gastadas contra una pelota brillante un disco que salta hacia atrás y cae más allá
un fluorescente blanco

viejos blues de amor y desamor y una voz agrietada haciéndose lugar desde los maravillosos sesentas

un piano suspendido entre un séptimo piso y la nada
cayendo

su imagen robada y alguien durmiendo en casa

el cuero de un cinto blanco
el tic-tac de los días

luces artificiales en la montaña la piel del pecho lleno subiendo bajando persianas cerradas

dos bolitas girando en la boca clara de un lobo blanco
fiebre y olor a meada rancia

el maletín falso de un médico verdadero la lucidez de la lavandina a ciertas horas de la madrugada el grito y la ahogada necesidad de un chupete  

una pista de atletismo sobre el plástico de la mesa palabras la chispa de un encendedor dos ojos húmedos espesos contra la cara un chispazo las manos astilladas contra el vaso tibio y un sueldo del estado el orden numérico de lo indecible

una rosa roja sobre un cajón de muerto:

……………………

él le pregunto por el odio:

si alguna vez había odiado, debió de preguntarle.
estos últimos días han sido especiales por muy diferentes motivos. sin embargo intuyo -si bien imprecisable- una cierta red de sentidos en lo que fue sucediendo. voy a ir por partes. se me ocurre empezar por la pregunta que me viene rondando hace tiempo acerca de un poema que no logro escribir (lo empecé mil veces creyendo que esa vez era la definitiva y luego lo terminé abandonando), y del que sólo tengo lo que podría ser un principio ("los naranjos de la núñez pudren su fruto en las ramas") y una que otra frase suelta. es una pregunta vieja ya: ¿cómo se escribe un poema así sin caer en la demagogia, el sentimentalismo, el fundamentalismo, etc, etc?; en resumen: ¿cómo se hace un buen poema inspirado en la imagen de naranjos callejeros pudriendo su fruto naranja (el color) en la avenida más gris y hueca de córdoba? En verdad es una pregunta retórica, ahora que lo pienso la respuesta es simple: vomitando el poema cuando llegue el momento adecuado.

bueno, había que empezar por algún lado y empecé por la pregunta. así que ahora se viene casi una enumeración del resto de las cosas que sucedieron en la semana que en verdad -en función de lo que refiere este post- abarcó cuatro días:


1- el llamado. nancy, una peruana que limpia en la librería en que trabajo y a la que siempre intenté incluir en el poema como personaje, hace un tiempo que no está yendo a trabajar porque está esguinzada. ahora sumó un nuevo inconveniente: ayer llamó para decir que se había desmayado en la cola del banco y la habían llevado a urgencias. ahí, por más explicaciones que le había dado al residente de las medicaciones que estaba tomando (esguince, asma, problemas de hueso, etc), le suministraron un medicamento que se contraponía con otro. llamaba para decir que tenía que quedarse en reposo, por que tenía "inflamada la cabeza" (sic). su doctora le dijo que la podrían haber matado.


2- el mail. toda historia familiar es la Historia también, no? (de la misma forma, la historia personal, no?) ok, pero también hay historias familiares que están más marcadas por la Historia que otras. o para las cuales "la pesadilla de la historia"  es bastante vívida. ejemplo en dos direcciones: las playas de punta del este y el niño con un rastrillo, en la arena; la madre pariendo en la d2 el futuro nieto buscado. el martes me escribió un amigo con el que hace mucho no hablo, para decirme que había salido en el diario una nota sobre mi abuelo. me piantó un lagrimón. no supe cómo agradecerle sus palabras y su afecto, y le respondí con un mail frío, como una postal barata comprada en cualquier parte, cuando en verdad el viaje se ahonda y las postales mienten.


3- el abuelo cantor de tangos. dejé de tocar en bandas y componer hace más de cinco años. durante mucho tiempo pensé que iba a ser músico y trabajé para eso, pero de repente abandoné todo. un poco por decepción, otro poco por algo que no logro determinar pero para lo que el señor freud seguramente debe tener una respuesta que aún no le oigo decir. el tema es que este año, muy de a poco, comencé a armar algunas canciones y a pensar en grabarlas (para los amigos, para mí), y hasta tratar de armar una banda (lo que entendería por banda ideal hoy: chelo, batería, guitarra, quizás piano). y aún estoy en eso, tratando de terminar algunas canciones más y juntar huevos para encarar gente desconocida y decirles que quiero armar algo. hace unas semanas un amigo que hace mucho me insiste en tocar, y que siempre se encuentra con un no, me dijo que hay una fiesta en un institución de un barrio humilde, que trabaja ayudando a los pibes del barrio, y que si quería que toquemos algo. lo dejé pasar sin decir nada, pero el domingo, y sin preludio, le dije que sí. que tocáramos unos tangos y milongas (!). por supuesto, no es mi estilo, y voy a tener que entrenar como un obsesivo, pero también es algo que me gusta mucho. vamos a ver cómo sale todo.


4- resumen de otras cosas. a) un gordo con camiseta de rugby increpa a una mujer en la cola del disco. nadie dice nada. un amigo sí (y el gordo intenta hacerlo callar), otra mujer también. la discusión se pone fuerte entre el gordo y la mujer (una vieja de sesenta más o menos). en un momento, esa vieja le dice: ¿de dónde venís? de esa forma, el partido queda empatado uno a uno entre los equipos del tercer reich. b) un vecino tiene gato (aunque está prohibido). nadie dice nada, porque no molesta. de repente el gato empieza a andar suelto, por todos lados. a meterse en las casas. a cagar en el pasillo. el dueño, por su parte, mirá una adaptación al cine de moby dick. el tiempo pasa. una mañana tengo un hermoso sorete en el piso de mi cocina. en caliente, con el olor a bosta en mi cocina, intento hablar con el vecino pero no lo encuentro. sí encuentro a la administradora, me quejo. más tarde, ella lo increpa al vecino y le dice que yo me quejé. cuando me entero le pregunto si alguien más dijo algo: no, nadie. me pasan las caras de la vecindad cuchicheando como soretes animados en una película clase b. c) había una "c" y una "d", pero se ve que se me han traspapelado en la cabeza. además el post se hace largo.


dos cosas más: 


1- tendría que haber seguido un orden cronológico para darle fuerza a la supuesta red de sentidos, pero me da fiaca rescribir. así que al lector que le interese puede tratar de ver lo que se comenta de esa forma.


2- a veces lo leo a quintín, es un grande. tan arbitrario como necesario. se casa con todos o no se casa con nadie, pero eso depende de él. me gusta. me hace acordar a la letra de dárgelos: soy muy puta, y no trabajo para vos. bueno, mi última discrepancia con él fue por la peli el estudiante, que a mi no me pareció tan buena como a él, sino simplemente interesante (así, como un manual de geografía). nada más. después me metí a su blog y vi que tenía reparos, y que esos reparos coincidían con los míos. de todas formas la seguía bancando a la peli. maldito quintín. el tema es que el finde escribió una columna con un hermoso yeite meloso final, y de todas formas logró tocarme el corazoncito. y en cierta forma, fue el preludio de todo lo que pasó después y que yo acabo de consignar acá. la columna es ésta. disfruten.



pd: ya me acordé del inciso "c". quería comentar que caminando por la plaza principal de córdoba descubrí (qué ignorancia!) que enfrente había un museo, porque ahí había sido un centro de detención. la d2, creo. y bueno, lo recorrí y me espanté. la "humanidad". ayer nos acordamos con un amigo que a sadam los yankees lo ahorcaron. sin palabras.  

En la Escena

Pero uno hablo o se opuso o simplemente se removió de una manera especial en su butaca, y entonces desde las gradas superiores comenzó a bajar un silencio torpe que ensombrecía las caras e iba dejando atrás el asombro para dar paso a la sospecha y el gesto irónico. En el centro de la Escena, tal vez imbuido de su rol o simplemente como un burócrata proactivo y eficaz, el Tercero se relamía en pequeñeces, sin embargo de pronto, y aun cuando nadie lo esperaba, se volvió y acercándose al Juez con pasos amplios que semejaban un robot de juego infantil extendió su brazo para señalar con un gesto vago el punto impreciso de la duda. De esa forma el público, que hasta entonces había permanecido en sus butacas normalizado −unos masticando, otros profiriendo comentarios a sus más cercanos o compenetrados con la Escena y de a ratos gritando vivas, y entre el que acaso, luego, algunos habían girado levemente las cabezas, con sus alimentos a medio ingerir, impasibles pero exaltados a la vez−, bajo la mirada inquisitiva de esa autoridad, fue espaciándose poco a poco hasta conformar un círculo perfecto. En su centro, como un blanco nocturno, sin nadie a menos de dos metros de distancia, se encontraba J, que lentamente se paró, confuso y como impelido por una verdad necesaria y obligatoria aunque inentendible, y miró hacia uno y otro lado y, por supuesto, hacia el Campo de la Escena.
     Quizás por este motivo, el Juez dijo algo imperceptible al oído del Segundo, entonces éste giró y, tal vez parecido a sí mismo, tal vez diferente –excusas que quizás alguno deslizó una vez que abandonaba el predio, ya afuera y sin peligro alguno, aunque siempre reverenciando a las autoridades, por lo bajo−, repitió el mensaje al Subalterno, que, por fin, se acercó al Tercero con pasos precipitados pero rítmicos y extrayendo una libreta verde de su uniforme y recorriéndola hoja tras hoja con su dedo índice estirado hasta encontrar lo deseado, señaló en ella algo en particular imposible de precisar. El Tercero observó como mecido por un éxtasis silencioso lo que el Subalterno exponía a sus ojos y se quedó quieto un instante; luego giró y con un dejo de deferencia y elegancia, sin siquiera gritar, sugirió a J, con los brazos extendidos conformando un ángulo de noventa grados y las palmas hacia abajo, que descendiera al Campo de la Escena. No fue necesario pedir permiso ni codear a nadie como sí lo había sido al ingresar ni mucho menos estirar el cuello para elevar la nariz y respirar algo del aire que se colara por encima de los hombros y las cabezas amontonados; el predio amplio y ovoide fue ofreciendo sus escalones fríos y precisos y bien dispuestos a J, que con sus primeros pasos se preguntó en qué clase de confusión había caído, pero a la vez y para no dar muestras de temor que quizás pudieran generar una impresión equivocada de él o pudieran ser usadas en su contra, se obligó a contar uno por uno esos escalones, de forma que su mente estuviera focalizada. Al llegar al número 213, y casi como en un sueño conquistado, percibió el césped verde como una playa desierta en la que ancianos montados en sillas automáticas prolongaran una alfombra roja desde el mismísimo mar hasta sus pies. Y en verdad eso era lo que sucedía. J adelantó su pie derecho hasta la alfombra pero inmediatamente dudo y, de esa forma, con el pie en el aire oscilando como un péndulo, percibió que el Tercero desde la otra punta de la alfombra, al pie del Campo de la Escena, le indicaba que Sí, que lo correcto era avanzar, y a su vez, más atrás y ya arriba del Campo de la Escena, el Subalterno asentía y el Juez y su Segundo permanecían inmutables o indiferentes.
     Así, siguiendo siempre las indicaciones del Tercero, J llegó hasta el escenario y una vez ahí, parado en el lado opuesto al del Juez y su Segundo y el Subalterno, pudo precisar, sin desearlo y hasta nunca mirando fijamente sino manteniendo la vista en alto y como perdida en un punto indeterminado de las gradas inferiores que se adelantaban contra los palcos, las gotas de humedad que se desprendían del hombre tendido en la camilla y goteaban contra el suelo. De un momento a otro, es decir mientras J ya acomodado a la izquierda del escenario jugaba con sus ojos como los encandilados en los juegos de caza, el Tercero cambió el pañuelo que cubría sus hombros por uno que descansaba junto a la camilla en que estaba el hombre tendido; luego, nuevamente con pasos que semejaban un robot de juego infantil, fue hasta la Parte Anterior de la Escena –donde se acomodaban Autoridades y también, más arriba, descendiendo del primer haz de la luz, o acaso el más primal, La Autoridad− y como rindiendo pleitesía o pidiendo permiso extrajo del Marco uno de sus símbolos: La Hoz Herrumbrada e Histórica (en adelante HHH). Se acercó a J, que casi temblaba aunque de todas formas mantuviera ambas manos cruzadas a su espalda –manos que posteriormente pudo precisarse estaban rojas producto de la fricción y el frío−, y la elevó hasta su frente. (En ese momento, quizás un espectador atento hubiera podido precisar que alguien no identificado cercano a las gradas superiores levantaba los brazos o agitaba su cabeza en círculos que a la vez elevaban y hacían caer sus pelos de una forma cercana a la perfección geométrica, pero lamentablemente las innovaciones de la Escena lograron inadvertirlo.) Fue un momento. Sin embargo es preciso decir que para J el instante se prolongó más de lo deseado, tanto que sus pensamientos se dispersaron en infinitas líneas, por llamarlas de alguna manera, convergentes y divergentes, mutiladas al nacer o extensas, pero a la vez, de un momento a otro, el silencio lo ganó por completo: se podría decir que sólo la HHH permaneció latente, suspendida sobre su cabeza.
     Pero nada de lo que J temía ocurrió: al instante siguiente el Tercero, imperturbable, bajó la HHH y en el mismo acto se la dio a J, que a su vez la tomo con su mano derecha como dudando y a punto de desfallecer, para a la par ver cómo su mano izquierda flácida y libre se elevaba inmanejable llevada a destino, bien alto y con la palma hacia atrás, y como saludando se diría, por el propio Tercero. Él público, como era de esperar, tras la visión estalló en una ovación cerrada y hasta el cielo cubierto por un gris ceniza y como disperso tendió a aclararse, lo que también, hay que asentarlo, sembró dudas acerca de lo correcto de lo actuado. Luego, y bajo los aplausos incesantes, el Tercero llevó a J, aún sosteniendo la HHH, a reconocer el Campo de la Escena: se detuvieron y reverenciaron su Frente –con su herramientas apiladas y brillantes−, su Costado –no sin antes rendir pleitesía al Juez y su Segundo y al Subalterno−, su Parte Anterior –irguiendo el cuerpo y agachando la cabeza ante las Autoridades y La autoridad− y, como sostenidos por la mirada lejana de los palcos, su Costado Inicial. (Cabe decir que durante este recorrido, el hombre tendido en la camilla no emitió sonido alguno y, en cierta forma, esto le permitió a J realizar el proceso de manera óptima.) Posteriormente, el Segundo se separó del Juez con gesto severo y fue hasta J; una vez junto a él le pidió la HHH y con ella en sus manos giró hacia las autoridades, pero más que nada hacia La Autoridad; elevándola a la altura de su cabeza, la de J, como si fuera a practicar una forma deportiva muy extendida entre los grupos acomodados, la mantuvo así un tiempo que, a los ojos del espectador común, pero también a los de J, pareció excesivo y tedioso; luego la esgrimió ante el público como quien osa hacer gala de una presa lograda en una cacería confusa y hambrienta, y, por fin, la depositó en el Marco junto a los demás símbolos, en el centro mismo de donde había sido tomada. Una vez que acabo su participación, estirando el brazo y a la vez semi quebrándolo para luego hincarse, sugirió a J que fuera tan amable de acompañarlo. De esa forma, ambos se pararon de frente a La Autoridad y cuando se abrieron las compuertas de la parte inferior del Campo de la Escena, la abandonaron perdiéndose tras ellas, que volvían a cerrarse.

     El descenso fue breve pero constante, de eso estaba seguro J. Sin embargo, y esto lo evaluaba en el cómodo sillón en que le habían indicado sentarse, era como si aún estuvieran bajo la Escena, como si aún tuvieran al público y a las Autoridades y al Juez y al Subalterno y al Tercero moviéndose sobre sus propias cabezas, o más que nada sobre la propia cabeza de J, porque el Segundo tras de depositarlo en su lugar, se había perdido tras una puerta que para J ahora era imposible determinar dónde se encontraba. También pensaba sobre lo que había ocurrido arriba, más que nada sobre lo ocurrido justo antes de que el público se abriera para dejarlo al descubierto, como un blanco nocturno. Trataba de precisar en qué momento su cuerpo o sus manos habían expresado qué, porque su boca no había proferido nada o tal vez sí, tal vez sí, aunque en verdad algo incompresible o, mejor, algo que él no podría explicar pero que de hecho había sido expresado y registrado aun por sobre el tumulto de la gente (¿habrían perfeccionado el Sistema de Análisis y Contemplación? ¿Sería tan poderoso incluso entre tanta gente?, se preguntaba, angustiado, J). Aunque si no se perdió en la Escena, volvía a evaluar J, quizás los Servicios, quién sabe; y en el acto trató de silenciar sus pensamientos. Es innegable que un interrogante flotaba en el fondo de su cabeza: ¿Por qué fui? ¿Por qué algo no estuvo bien?
     El Segundo volvió acompañado por otro Subalterno. Era grandote y tenía las siglas HHH doradas –acaso forjadas en bronce− sobre una musculosa negra que se prolongaba hacia abajo en pantalones terminados en forma de triángulo, se diría como campanas. Sin embargo, lo que llamó la atención de J, y de hecho lo atemorizó, no eran las siglas -en verdad son comunes en las Fuerzas Sociales-, ni siquiera el uniforme del Subalterno, sino lo que portaba: una escalera pequeña (La Escalera), tallada en madera, de no más de siete peldaños. Incluso la observó un buen tiempo tratando de prever qué fin podía tener. No hubo caso: La Escalera, para J, era tan inexpugnable como el lugar en que se encontraba, una bóveda circular y blanca sin ningún tipo de quiebres geométricos, o huecos, más que la entrada abierta por donde él había llegado, entrada que además, ahora que volvía a observarla, parecía perderse a lo lejos y hacia abajo, como un túnel infinito y blanco que tiende, paradójicamente, hacia la luz.
     Cuando J volvió su atención a lo que sucedía, el Segundo y el Subalterno dejaban La Escalera frente a su sillón y se colocaban guantes negros con pequeños rectángulos ocres dispersos indiferentemente por su superficie. Luego, con las manos en alto fueron recorriendo lado a lado la bóveda hasta que en un momento uno, el Segundo, tal vez con un gesto parecido a una sonrisa, asintió sin decir nada y el otro corrió hasta La Escalera y la llevó justo debajo de dónde el otro había indicado. Cuando acabaron de acomodarla, tras varios avances y retrocesos en la búsqueda del punto exacto, ambos se hincaron y permanecieron así un buen tiempo, con sus cabezas inclinadas hacia abajo. J, por más empeño que puso, no pudo entender demasiado, y se tranquilizó pensando que todo eso no le concernía.

     El Segundo le señaló al Subalterno un costado del ingreso a la bóveda y una vez que éste estuvo ahí, con la palma de su mano izquierda hacia arriba estiró su brazo. Entonces el Subalterno, que hasta ese momento había guardado cierta solemnidad, e incluso hasta realizado cada una de sus acciones reconcentrado y con el ceño fruncido, se distendió primero rascándose la cabeza y luego cruzándose de brazos y apoyando la planta de su pie derecho y parte de su espalda contra el borde del túnel, como a la espera. De esa forma, J pudo percibir que había un borde finísimo en la entrada, es decir que la bóveda no era algo circular y acabado como el fin de un túnel sino que poseía una geometría extraña pero basada en algún tipo de lógica ahora más reconocible gracias a la pose del Subalterno y la oscilación de luz que generaba. Sin embargo, dudaba también respecto de la luz: Pensándolo bien, se dijo, tampoco es determinable el punto preciso de origen de los haces que blanquean cada una de los lados de la bóveda. Fue en ese momento que el Segundo, tras su silencio cerrado, habló: dijo a J que la voluntad de La Autoridad había puesto en sus manos el desenlace de la Escena, que él debería decidirlo; y entonces, girando, señaló a su espalda un cubo de bordes metálicos. Aquí, dijo el Segundo, vas a asentar tu elección. Después te podés ir. Tras oír estas palabras o acaso mientras las escuchaba sílaba a sílaba, pero también después, J tal vez tiritó o simplemente bostezo y produjo algo así como un quejido leve, lo cierto es que el Segundo permaneció inmutable y como alabando un prodigio posible pero miserable. Esforzándose, J intentó articular algunas palabras, pero tal como en sus peores pesadillas, no pudo emitir sonido alguno.
     –Sabía que ibas a dudar –dijo por fin el Segundo tras un periodo prudente de espera. –Es fácil, arriba, osar. –Y agregó finalmente, en forzado tono solemne, tal como si repitiera un verso aprendido de memoria–: Acá abajo, y ya en ruinas o sobre las grietas de su propio espejo, cualquiera tiende a zozobrar.
     Luego movió sus ojos para señalarle a J La Escalera, que permanecía como aislada y expectante más atrás y semejaba una típica nave abandonaba en las Ciudades Anacrónicas que, sin embargo, prometiera, para quien se atreviese a probar si aún servía, si aún estaba viva, un viaje diferente.
      –Subí –ordenó el Segundo–. En lo alto te espera algo previsto para cada uno de nosotros. Una vez que hayas tenido tu visión, tenés que decidir. Es orden de La Autoridad.


     Mientras J, montado a La Escalera, tuvo su visión, el Segundo dio vueltas y vueltas alrededor de la bóveda. Sus pasos fueron una y otra vez hacia un lado y hacia el otro, hacia un lado y hacia el otro. En un momento se acercó al pie de La Escalera y observó la posición de J, como tratando de determinar el punto exacto de su atención, luego bajó la vista y reemprendió la marcha en círculos. Por su parte el Subalterno, en contraste, permaneció en la misma posición –decíamos: parado, la espalda contra el túnel, la planta del pie derecho plenamente extendida sobre sus bordes– y sólo en una oportunidad, deslizando su mano izquierda por el escote de su vestimenta, se puso en movimiento para extraer un aparato. Entonces emprendió un extraño ciclo: a cada paso a su lado del Segundo, tendió a esconderlo y, a su vez, a cada resto de giro, se lo llevó a su boca un instante a la par que elevaba su cabeza y la inclinaba levemente hacia atrás; finalmente volvía a bajar su mano izquierda con el aparato. Todo el resto del tiempo, silbó. Una y otra vez, una y otra vez. Sólo en una ocasión fue como si hubiera olvidado esconder el aparato, pero de todas formas tampoco le importara demasiado. La actuación se repitió varias veces, pero de pronto el Segundo cayó en la cuenta de su presencia, de la del Subalterno, y detuvo su paso de golpe y levantó la cabeza. Lo escuchó silbar un momento, desde el otro lado de la bóveda; probablemente evaluó reprenderlo. No lo hizo, simplemente fue hasta el sillón en que había estado J y se sentó y cerró los ojos. El Subalterno, que se había dado cuenta de todo, aprovechó para guardar nuevamente su aparato en el escote de su uniforme y con la misma mano izquierda ahora libre, se quedó como golpeándose la rodilla derecha y haciendo pequeños gestos con la boca.
     Después llegó una mujer y se paró frente al Segundo. Con gesto despectivo, lo observó dormitar un instante. Luego depositó sobre su falda, la del Segundo, que ahora también producía leves ruidos nasales, un plano de forma rectangular. Con su roce, éste despertó exaltado para ver sus caderas perderse a través del túnel y, más acá, la sonrisa cínica del Subalterno. También, al mirar hacia el otro lado, para ver descender unos pasos de La escalera a J y notar su confusión. Se paró en el acto, depositó el plano sobre el cubo y volvió hasta el sillón.

     Así como no supo por qué dejó de percibir su visión, que se repetía una y otra vez pero no agotaba, y de hecho era placentera; de la misma forma, suspendido entre interrogantes, J se preguntó por qué había descendido de La Escalera y por qué ahora debería decidir el desenlace de la Escena y, puntualmente, el del hombre en la camilla, pero más aún: en qué podía ayudarle para eso su visión. Volvió a observar la bóveda: el Segundo aún tenía el mismo gesto en su cara que cuando lo obligó a subir, y lo miraba como si él fuera una rara aparición, acodado en el sillón. Más allá e indiferente de todo esto, el Subalterno seguía en la misma posición que antes y se golpeaba la rodilla rítmicamente con su palma derecha hacia abajo. De todas formas no tuvo tiempo para hacerse tantas preguntas, el Segundo le ordenó que bajara y, una vez que lo hizo, le indicó el cubo. J dudó y dio algunos pasos temblorosos, como acercándose pero a la vez deseando no llegar nunca. Cuando estuvo en el lugar exacto, el Segundo le indicó que colocara su mano izquierda con la palma hacia arriba y elevara la cabeza, luego él mismo se hincó. J, bajo la mirada indiferente del Subalterno, lo hizo. Eso fue todo.

     Más tarde el Subalterno y J caminaban a través del túnel; el Subalterno adelante, J más atrás. Observaba la HHH forjada en bronce de su espalda, lo oía silbar. Intentaba determinar qué era, qué silbaba, pero no podía asociarlo a nada que conociera. Pensó que quizás eso indicaba algo, que quizás algo de eso tenía que ver con su visión, con dos mujeres en un desierto, o una isla, era todo bastante vago en verdad, tratando de recordar o recordando o imposibilitadas de hacerlo, y cantando. Tuvo miedo y odio y ganas de reír, y aunque pensó que debía silenciar sus pensamientos, acaso en un gesto de rebeldía, al menos él lo sintió así, se negó a hacerlo. Siguieron avanzando un buen tiempo por el túnel blanco y, con cada paso, J tiritó. Por fin, se decidió a intentarlo: le preguntó qué silbaba, por qué; el subalterno giró levemente el torso y rió, tenía una risa grande, como él, y estúpida. Y los ojos hinchados. Nada, dijo. ¿Eso significa algo? ¿A dónde vamos?, preguntó J. Es algo que solía escuchar de mi robot de juego infantil, dijo el subalterno, como aburrido. Hace bastante ya. ¿Tiene que ver conmigo?, volvió a animarse J. El Subalterno volvió a reír: oh, por favor, ¿sabés sus palabras? Por favor. J tenía los ojos grandes y miraba hacia todos lados y para él todo era blanco y todo, un túnel infinito que se alargaba hacia abajo. De repente el Subalterno detuvo su marcha y se volvió hacia él. Volviendo a reír, empujó hacia afuera una parte del túnel, ésta cedió abriéndose como una simple compuerta de emergencia. A working class hero, is something to be, cantó manteniendo la sonrisa en los labios y su mano derecha sobre el marco. Sólo he retenido eso, dijo. Luego tomó de los hombros a J y lo arrojó hacia afuera.

     Afuera la gente aún seguía alejándose de la Escena en silencio o con breves comentarios sorprendidos y satisfechos. J miraba como buscando a alguien y a la vez no sabía si ponerse a correr o sentarse o simplemente reír nerviosamente. Dos niños que pasaban cerca de él, al otro lado de las vallas, lo saludaron con una reverencia, y entonces un anciano montado en una silla automática avanzó de lado a lado para correrlos. Un grupo de mujeres y un hombre lo observaron un instante, y dieron vuelta la cara, como horrorizados o avergonzados. Acaso con cierta pleitesía temerosa. J levantó sus manos y se tocó la cara. Se quedó así un instante: oía el tumulto de la gente dispersarse e irse alejando, el bullicio de la ciudad, como en un sueño. Un hombre con gafas oscuras y un objeto extraño en la mano lo observaba desde lejos. No lo percibió. De un momento a otro, J se levantó y observó el cielo adivinando una probable tormenta: se puso a caminar. Más allá, saltó los vallados y se perdió entre la gente. 
hay libros que exigen irse a vivir en ellos durante un tiempo, esto se lo leí a Fabián Casas creo. entre esos, algunos son como pequeñas catedrales vacías que nos cobijan bajo el temporal y luego nos devuelven distintos. pienso en 2666, por ejemplo, y pienso en mí hacen casi dos años: mi viejo se moría o ya estaba muerto y yo leía y leía antes o después o en medio del dolor y el horror. Casas también cuenta una anécdota similar durante la agonía de su madre, pero en su caso él va tomando pequeños sorbos de su petaca Henry Miller para darse valor mientras camina una y otra vez los pasillos del hospital. yo simplemente me emborrachaba en cualquier parte. y no era fugar -el que leyó 2666 sabe que lo último que intenta ese libro es proponer un jueguito de escape-, sino habitar mundos paralelos para evitar la asfixia. o recoger la energía de uno de ellos para poder sobrevivir en el otro.
también hay obras de otro tipo, de un tipo que no sabría explicar bien. pienso en Historias extraordinarias, que se estrenó cuando yo vivía en Baires. recuerdo que la daban solo en pocas salas y una de esas era en el Malba. a esa sala fui dos veces: una para el estreno y una al año siguiente, para la reposición, y, vaya saberse por qué, las dos fui solo. fueron cuatro horas (que se extendían a cinco o un poco más con los dos intervalos) en que uno rápidamente comprendía que le proponían prestarse a un juego y dejarse conducir por un universo acabado y perfecto. las dos veces, cuando salí de la sala y me puse a caminar entre los edificios de esa parte norte de la ciudad tuve la misma sensación de desamparo: como si el mundo fuera más absurdo y más precario pero también menos querible después de haber visto esa peli. apuré el paso, pero eso tampoco servía de nada.
bueno, todo esto que digo es para llegar acá. acabo de leer Mientras agonizo, y aunque aún me dura el escozor, pienso en alguna forma que comprenda a este tipo de textos. a esos que son como acercarse a un precipicio y sentir placer y miedo a la vez, y sólo soportar esas sensaciones por breves periodos de tiempo y en la medida de lo posible salirse de ahí cuanto antes para luego volver a asomarse, fascinados. pero, como se ve, no encuentro ninguna: Mientras agonizo es una novela que tiene la cantidad de errores exactos para ser perfecta y es la obra de un genio (aquí me refiero a la diferenciación entre talento y genio que también hace Casas, ya que estamos), pero también es una droga (o una petaca!) que atemoriza y que uno no puede abandonar aunque sólo se anime a consumirla en dosis pequeñas. por eso mismo se lee por capítulos y respirando profundo, como rezándole al mismísimo Willy Faulkner o vaya a saberse a quién, y eso sí que es mucho pero aun no lo es todo. aunque sí lo único que puedo decir.



un domingo laborable y plebiscitario rascándose la tierrsha

1- la novela empezaría con esta imagen: tres tipos, sobre el borde de la tarde y el desierto, mean. los chorros espesos y calientes amontonan espuma y van salpicando con pequeñas gotitas los tres pares de zapatillas de lona. las gotitas también llevan un poco de tierra que chuparon al caer. los tipos miran hacia abajo, o hacia adelante, y ríen. aún son jóvenes. no bien acaban, la tierra seca y agrietada ha comenzado a borrar cualquier rastro.
(imaginen la prótasis o el si... que introduciría este apartado. yo todavía no sé muy bien cuál sería)

2- otra: a las 18.01 el Cuyo, por fin, aprendió a titular: Aplastante triunfo del Sí en el plebiscito. efectivamente, muchachoslamebotas, efectivamente. aplastante.

3- de cómo convertirse en un adelantado. leí por ahí los comentarios de un "progre" de la tierrsha. resulta que, de tan inteligente que es, se dio cuenta de que la minería es buena y de que, en realidad, los antiprogreso son los que se oponen, porque en verdad son una nueva versión de los viejos y aborrecibles unitarios. o algo así. y ni hablar de contaminación, si hasta cita fuentes muy confiables. es como si estuviera diciendo: a la izquierda se la corre por la izquierda; pero también, y a la vez, y -por qué no- con más fuerza y casi gritando: a los pelotudos (por favor) se les soba el lomo. nada más.

4- pero claro, el ojo blindado que me has regalado me mira mal. y eso no va a cambiar, amigo Luca.


un colaborador

que
liquidar sueldos
es un acto
de grandeza
eso siente Vega
cuando va disponiendo
sutil y elegante
sobre el paño verde
las últimas
fichas.
Qué pasión estúpida te habrá traído hasta esta muerte
Qué desencanto sigiloso y definitivo

¿Para-mostrar-haber-venido?
¿Tal habrá sido el despojo?

Acaso llueve o es día radiante
y yo pongo mis ojos sobre tus ojos
y palabras huecas y preguntas incesantes

O huellas hacia atrás borrándose

Quién pudo soñarlo qué dios impúdico
sino tus ojos propios habiendo visto
y un éxtasis inquietante en la cara ya pacificada y grieta en el cielo

¿Una veleidad de mártir?
¿Una fatalidad antigua en la voz?

Muñeca rusa
hombre en el hombre regando tierra seca

Muñeca rusa
hombre sobre el hombre soportando su roca

Aun con gestos imperecederos
Aun con la mano abierta y una luz titilando
O mis palabras en el centro de la duda y el hombre

¿Sirviendo de algo?
¿Señalando una mueca de la verdad?
Las terrazas en las casas de los hombres



En ocasiones, para remontar el río
es preciso subir al bote por la parte más baja.


Pero poco a poco su forma de actuar se me fue revelando hueca y estúpida o simplemente falsa, y lentamente comenzamos a distanciarnos, o al menos yo me fui alejando, aunque hasta último momento su sonrisa abierta franqueara la distancia como cara visible de moneda, y de pronto, sin señales que predijeran desenlace alguno, ya nada podía encontrarnos en una risa o una palmada sin que uno u otro no sospechara lo artificial del gesto y se perdiera buscando dar con su valor exacto mientras los dientes brillaban blancos y perfectos, como comenzando a envejecer, o el cuerpo holgaba bajo la mano en el hombro. Éramos o habíamos sido como hermanos y así nos gustaba llamarnos en esos días en que precisábamos reafirmarnos con más fuerza por sobre cualquier grieta oscura que proviniera del fondo acuoso y denso que el paso del tiempo ahondaba y que iba descubriendo con las muecas de la burla y la promesa, o quizás eso entendiéramos, y es lo más probable, aunque sin palabras ni discursos sino con silencios y sobrentendidos, bajo el manto dócil de un trago de cerveza o un chiste desfasado y perfecto. Incluso nos parecíamos bastante físicamente aunque él levemente superara mi altura y fuera un poco más delgado, y a su vez, y aunque los dos nunca nos afeitábamos, yo siempre llevara la barba un tanto más crecida y despareja, lo que me daba cierto aire bohemio, y él, por el contrario, guardara cierta prolijidad, y su imagen se acercara más a un gesto político o a un señalamiento que su pelo rizado remarcaba, que a un dejo de olvido o indiferencia, como si su imagen pudiera precisar a simple vista una cierta posición respecto de bastantes cosas y eso fuera lo suficientemente claro además. También nos movíamos de la misma forma y teníamos gustos similares, preferíamos la misma música o las mismas películas y hasta había cierto común acuerdo respecto de las chicas más deseables e incluso coincidencias bastante claras −él había salido con Natalia primero que yo, y a la vez, cuando yo había dejado a Emilia, había tenido algunos encuentros con ella, por ejemplo−, sin contar los típicos intercambios de comentarios, en los que rara vez había lugar a opiniones distintas o éstas se daban pocas veces. De todas formas nunca habíamos tenido demasiados inconvenientes, nos respetábamos lo suficiente como para ceder ante cualquier punto que pudiera generar un conflicto o simplemente hasta el momento nada nos había interesado más que nosotros mismos. Además pasábamos una buena cantidad de tiempo juntos, lo que tendía a limar cualquier posible aspereza con el transcurso de los días y la risa compartida. Y es extraño, o para mí lo es, porque de todas formas hubo un momento clave, hubo una noche en que todo comenzó a cambiar sin demasiados preludios, como suelen darse los cambios verdaderos en realidad, o eso quiero creer, como si un día uno despertara con la certeza de haber vivido equivocado y desconociendo las señales que lo evidenciaban, y sin arrepentimiento ni dudas o gestos tristes abandonara su casa para siempre.
     Seríamos cinco o seis en la terraza del gordo Verea, nos habíamos juntado con la excusa de comer un asado, él estaba cerca del fuego con Matías o algún otro, los restantes nos apartábamos hacia atrás tratando de escaparle al humo, fuera de la luz, riendo espaciadamente de cosas sin sentido y fumando. Era una noche clara de octubre aunque la luna se perdiera a veces entre las nubes o el contraste con el fuego a veces la volviese plenamente cerrada y a nosotros que estábamos bien atrás nos representara como tres puntitos rojos que humeaban en la oscuridad. De pronto alguien, creo que fue Lucas o el gordo Verea, comenzó a servir más cerveza y cuando levantó la cabeza mirando hacia el fuego dijo algo de Matías, quizás hizo un chiste o simplemente señaló algo impreciso que fuera gracioso o él lo entendiera así, y nosotros, festejando, volvimos a reír prestándoles atención a ellos, que conversaban al lado de la parrilla y se olvidaban entre sus cosas. Las carcajadas duraron un buen rato y luego se fueron perdiendo entre el silencio de la noche y el chisporroteo de las brasas. Estuvimos así un tiempo, callados, como contemplando un rito extraño que se consumaba con nosotros como espectadores furtivos y necesarios, observábamos las llamas o eso creíamos que hacíamos y nos perdíamos con sus gestos, los de ellos, que adquirían formas oscuras y definidas tras el fuego mientras sus sombras se fundían con la oscuridad en la medianera. Matías acomodaba las brazas y él le comentaba algo mientras comía un pedazo de carne que sacaba de la tabla cerca del fuego, una escena bastante repetida en nuestras juntadas incluso, pero desde nuestro lado sus contornos los volvían un punto ciego y oscuro, algo sin vueltas como la profundidad del océano, y todo tendía a remarcar eso y a proponerlo como algo definitivo. En un primer momento estuve a un paso de hacerlo, de comentar o hacer un chiste sobre eso, sobre la imagen que nos daban ellos, sobre las sombras y la sensación extraña que me había invadido, pero cuando estuve a punto de decirlo sentí algo impreciso y agrio en el cuerpo, entonces giré para ver si los demás estaban sintiendo lo mismo o lo habían notado pero sus caras no mostraban ningún malestar y sus cuerpos yacían plácidos y relajados bajo la oscuridad. Entonces me dije o intuí que algo antiguo y lejano se hacía palpable esa noche, algo incierto pero tan real como la misma muerte, porque sus palabras eran inaudibles desde donde estábamos nosotros, pero sus movimientos, los de él sobre todo, seguros y distantes, tenían algo horroroso, algo que lindaba con la locura, o peor aún con lo superficial y artificioso de cualquier forma pero también, y es lo más probable, con la soledad y la burla. Aún hoy no puedo precisarlo, no puedo siquiera dar con algo determinado que demarque eso que entiendo comenzó esa noche pero que también pudo habernos habitado desde el principio de nosotros mismos o antes aun y que se escapa ahora cuando recuerdo ese tiempo, porque sé que al día siguiente él me llamó para decirme si quería jugar al futbol y sé que dije no, o algo por mí lo dijo, y agregó que no podía, que mi madre me había pedido que me quedara para ayudarle con algunas cosas de la casa, y sé también que él se rió porque sabía que nunca me quedaba por algo así, pero no lo tomó mal ni hizo más preguntas, y sé, por último, que se despidió prometiendo juntarnos para salir el sábado a la noche pero en su voz presentí que algo había intuido o que también algo en él pero sin precisiones o relatos esperaba lo que justamente estaba sucediendo, y hasta quizás fuera un alivio triste y definitivo también para él, como quitarle lentamente el respirador a alguien que ya de todas formas nunca más volverá a respirar.
     Pero todo hace agua en esos días, o al menos en mi memoria, y aunque los meses siguientes a esa noche compartimos otros momentos, las más de las veces bajo la sombra inerte del grupo, eso quedó flotando en el fondo, pujando por salir a la superficie, como olvidado pero atemorizante −dando leves espasmos cuando volvíamos a tratarnos y a reconstruir la confianza, y de repente algo impreciso señalaba un gesto vacío o infranqueable, y entonces el aire se tensionaba y las palabras tendían a ahuecarse o a multiplicar los sentidos y señalar una distancia ya definitiva− hasta que un viernes parecido a cualquier otro la siembra de discordia oculta y definitiva alcanzó la luz. Creo que fue en la tarde que me llamó Matías para avisarme que pasara por su casa a la noche a tomar algo y yo le dije que sí, que iría. Cuando llegué estaban todos y él me saludó como siempre, estrechándome la mano derecha un poco cruzada y golpeándome el brazo con la otra, puede que también haya dicho Qué hacés, Pequeño, o puede que yo tome esa frase de otra vez, entre tantas, esa noche no se diferenciaba en nada de otras anteriores. Así que estuvimos tomando unas cervezas y escuchando música y riendo hasta las tres de la mañana, cuando el gordo Verea dijo que había unas chicas en el bar, que había quedado para juntarnos, y como un equipo de fútbol antes de un partido nos fuimos envalentonando mientras preguntábamos quiénes y cuántas y qué tal estaban, y salíamos de la casa con dos botellas para el viaje, haciendo chistes o gritando, algunos abrazados, otros pensativos pero manteniendo una sonrisa dócil entre los labios. Éramos seis en el 3cv de Matías, tres adelante −Matías al volante, yo y él en la otra parte del asiento− y tres atrás –el gordo Verea, y puede que Lucas y Maxi. No bien salimos prendimos el estéreo o él lo prendió, y fuimos escuchando Smashing Pumpkins y cantando entonados y a la vez dispersos en nuestros pensamientos o expectativas. La noche venía perfecta, o cumplía con lo que en ese tiempo entendíamos por perfección, pero en un momento me adelanté para avanzar una canción que habíamos escuchado más de mil veces y que ya me empezaba aburrir o malhumorar y él dijo que la dejara, que la quería escuchar, y los otros dijeron que sí, que dejara correr el disco, y alguno hizo una broma al respecto, entonces retrocedí mientras todos reíamos y poco a poco me fui aislando para continuar el resto del viaje con la cabeza a medio salir por la ventanilla, mirando el paisaje de las calles del centro y las luces de la noche.
     Las chicas eran cinco y el bar era el bar de Jano, el clásico de esa época. No bien entramos fuimos saludando a algunos conocidos y adelantándonos hacia la parte de atrás mientras el gordo Verea prometía no defraudar o, si así fuera, sacrificarse con la más fea, y elevaba la mano derecha mientras le palmeábamos la espalda. Pero a punto de llegar a la mesa, cuando empezábamos a inhibirnos y algunos se rascaban la cara o se daban vuelta como paseando la mirada para dar una imagen desinteresada y fría, notamos que él se había quedado más atrás, quizás en la barra o con algún conocido. Por un momento casi dudamos para encarar la escena, como si su ausencia nos hubiera señalado absurdos y precarios, pero rápidamente el gordo Verea tomó el control y nos fue presentando de a uno y agregando a cada nombre un chiste oportuno y atinado que no sumaba ni restaba nada pero rompía el hielo. A la vez yo encaré secundando al gordo y me acomodé en medio de las chicas que estaban contra la pared, donde estaban las mejores, lo que implicaba dar un paso y casi exigir que se pararan y me hicieran lugar con una sonrisa segura. No bien me senté le dije a Maxi que fuera buscar más cerveza y se fijara si lo veía, me justifiqué diciendo que era el personaje estrella del grupo y todos rieron mientras Maxi ponía cara de desconcierto, se paraba lentamente y encaraba hacia la barra. No tenía mala intención, todo lo contrario, me importaba bastante que viniera y nos pusiéramos de acuerdo casi sin mirarnos respecto de las chicas, de la noche, para ir manejando los hilos desde las sombras y siempre a nuestro favor, con esa sensibilidad certera para precisar lo que hace falta y establecer tácitamente el camino para conseguirlo. Incluso cuando Maxi volvió solo con las bebidas casi ni noté su ausencia hasta que alguna de las chicas lo señaló entre risas, diciendo algo acerca del abandono del diez, y el gordo Verea para salir del paso o tapar mi silencio, no lo sé, dijo que qué importaba, si al fin cabo éramos cinco contra cinco y entonces las risas nerviosas se mezclaron con otras menos avergonzadas y decididas.
     Estuvimos tomando y hablando en grupo hasta que poco a poco la tensión del primer encuentro se fue aflojando con el correr de las cervezas. La noche transcurría lenta y enturbiada por algo impreciso: el gordo Verea jugueteaba con dos y hacía bromas que le festejaban constantemente, a las que también se sumaban Lucas y otra de las chicas pero como aislados o aislándose al mismo tiempo, Maxi, ensimismado, de tanto en tanto arrancaba las etiquetas de las botellas para doblarlas y lograr formas raras que de a ratos reclamaban la atención de todos y de a ratos quedaban olvidadas a un lado, y Matías y yo intentábamos avanzar con las otras dos. Después creo que en un momento Maxi, que en ese tiempo era el único experimentado en eso, me dijo al oído que tenía una tuca y fuimos a dar unas secas al baño, aunque cuando volvimos fue como si nadie hubiera notado nuestra ausencia y la escena se reorganizara para volver a repetirse. Pero él llegó poco después bastante más borracho que todos, puso una silla entre Matías y su chica y poco a poco se fue apropiando del terreno a fuerza de chistes y seguridades frías y precisas, con movimientos superficiales y monótonos que me devolvieron un espejo odioso y querible, y así como tantas veces nos habíamos potenciado, de la misma forma pero inversamente, con un regusto agrio en la boca, esta vez lo fui dejando afirmarse en el terreno, sentirse seguro e ir sentando sus intereses sin lugar a dudas para todos, y con la misma impavidez de cualquier otro día fui lanzando, a la vez que tomaba cada vez tragos más largos y rellenaba mi vaso constantemente, algunas indirectas que primero lo hicieron reír y luego, poco a poco, lo fueron tensionando y desconcertando mientras peleaba contra el ridículo y buceaba en el absurdo para encontrarle un sentido, y a su vez las chicas bostezaban ante el miserable duelo estúpido de gallos desconocidos, y parecidos, y diferentes, como dobles que reclamaran un solo espacio para sí mismos y que a la vez atinaran a dar manotazos tratando de no sucumbir ante la lava densa que los cercaba desde abajo y que, por extraño que pareciera ahora, alguno de los dos o uno solo en pos de ambos, o los dos a la vez, y así lo entendía en ese momento, aunque sin palabras o relatos precisos, había decidido afrontar de una buena vez.
     La noche en el bar, al menos para mí, terminó cuando el gordo Verea, sorprendido, preguntó qué pasaba y casi que golpeó la mesa mientras él se paraba sin saber muy bien para qué, y yo también me paraba, casi a la par, y yéndome brusco, con pasos que intentaban ser tan seguros como los que da un borracho forzando el equilibrio para probar su sobriedad, pedía disculpas justificado en la cerveza, sin mirar a nadie, y los dejaba atrás extrañados y distantes. Cuando salía me acodé en la barra casi como cayéndome y le pedí a Jano que me vendiera otra cerveza. Jano me observó un instante y giró para sacarla, en ese momento miré hacia el fondo y comprobé que no podían verme, que los tabiques del bar tapaban la perspectiva, y entonces, como si sintiera una autocompasión estúpida, deseé que lo pudieran hacer, que entendieran que algo desconocido me superaba, pero no bien tuve la cerveza me fui sin decir palabra ni atinar a volver, como olvidado de lo anterior. Ya afuera caminé algunas cuadras haciendo eses, o eso veo en mis recuerdos, con la cabeza en blanco pero de a ratos insultando en voz alta y hasta creo haber querido pelear o haber provocado a alguien, y hasta haber ensayado algunos golpes en el aire mientras avanzaba por calles que semejaban una película clase b en colores sepia que poco a poco fuese fundiendo a negro.
     Luego todo entra en un plano distinto, cercano al sueño, como de espejos rotos y refracciones, porque de pronto es como si todo se silenciara y yo estuviera sentado sobre el cordón de una calle desierta, sintiendo tan sólo la cara húmeda y el cuerpo cansado, lo demás se me escapa o no puedo entenderlo o es que simplemente no veo nada más y ni siquiera hay nada más que un cordón, cemento y una cerveza rota. Estoy así un buen rato, mirando el pavimento, de vez en cuando estiro las manos como hablando conmigo mismo o con alguien que me habita pero con el que no logro ponerme de acuerdo, y eso a la vez me sumerge en algo denso. Comienzo a vomitar, las arcadas se repiten unas cuantas veces, pero al levantar la vista, con los ojos quebrados y el aire pujando por entrar en los pulmones, como si hubiera un cielo otro, en penumbras, veo que una casa, enfrente, hacia adelante, tiene las luces encendidas y brillan poderosas en la desolación de la noche, aunque pareciera que un viento tenue pero determinante sacudiera su existencia y golpeara las ventanas, las puertas y todo lo que hubiese adentro. Entonces me paro y camino como si algo antiguo y primal me llamara, como si de todas formas no quedara otra opción, y mientras me acercó a la vez lento y decidido veo una ventana o una puerta que también es un espejo o es un espejo puerta o ventana que a la vez refleja y muestra tanto un lado como otro, o ambos lados a la vez, y entonces adentro hay gente cantando o gritando palabras extrañas y maravillosas, y papeles rotos, desparramados, y muñecos, y un niño pescando junto a su padre, y grietas sobre una pared junto a otros dibujos, y libros, aunque también Emilia o una parrilla con dos sombras definidas y oscuras y tres puntos rojos que humean en la noche, pero a la vez, del otro lado, y, de alguna forma, también adentro, yo, más alto y mejor preparado, con la barba recortada, y más feliz, o así parece, y distinto al que de este lado intenta entrar y que está como ensimismado, y a la vez se revisa los bolsillos como pensando en pagar algo o buscando una llave precisa, y en el mismo momento en que gira otra vez hacia atrás como para tomar el impulso final o permitirse temer y se vuelve para intentar entrar en eso que ve, o cree que ve, y quizás sólo semeja un sueño o el sueño de los días por venir, tan sólo parece alguien librado a lo misterioso y cierto de los días, y después ya nada puede saber o precisar más que una mezcla infinita de luz y oscuridad en que el olvido se presenta bajo la cara de la duda y el relato.

Oda al Rey depuesto

Pero aunque el Cancle
nuestro Cancle
activo y bamboleante
soportando el peso en una y otra pierna
los ojos agudos y precisos
como bolitas deslizándose en la ruleta
giró el cuerpo y amagó entrarle
soberbio altivo
con la derecha recta y al ombligo
y a la vez
pero casi un poco después
lanzó la zurda torva y desprejuiciada
semejante a una tropilla salvaje
el otro
acaso tras haber percibido su gesto
el gesto neutro y frío del Cancle
o la grieta en el futuro con que jugueteaba impúdico
y que se imponía como sentencia de burócrata
el otro tras eso
o tal vez tras notar lo helado de la humedad en su espalda
apenas rozó su cintura
danzante y oscuro
siniestro y equivocado
pero sin dar tiempo a nada
casi como a la par o anticipado
casi como planteando el imposible de que su mano derecha
pudiera deslizarse
rápida y sinuosa como el discurrir de las palabras
entre el pantalón y la remera
y en el mismo acto
pero casi un poco después
y en discreta disputa con la suerte
encajarle cuatro puñaladas sordas y brutas al Cancle
cuatro puñaladas como de gallo matarazzo devenido crupier
y hasta aun sabiendo que eso era demasiado poco
demasiado bajo
pero también suficiente y definitivo para Cancle
nuestro Cancle
un tipo de códigos
un bailarín ágil solidario y elegante siempre dispuesto para la escena
un poeta
el último burócrata de la violencia
atreverse a rematarlo ya en el piso ante la mirada atónita de los amigos
y la mueca expectante y retorcida en la boca del Rey
en la ya estúpida y olvidable boca del Rey vacante.
Muchas veces (o, mejor, casi todas), el lenguaje también es una evidencia. Más que nada en ciertos contextos. En cualquier fucking muro retórico se pueden encontrar grietas que permitan asomarse al ghetto mental de algunos. Basta prestar un poco de atención.
Ejemplo práctico (para enseñar a los alumnos en el pizarrón):
-Dijo Galtieri durante el conflicto de Malvinas: "Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla."
-Dijo Gioja cuando lo consultaron acerca de la reglamentación de la Ley de Glaciares: "Si quieren venir a hacer el relevamiento de glaciares, que vengan, nosotros vamos a colaborar." (Diario de Cuyo 01/03/11)
Como para andar con cuidado, no?
hace unos días vino a casa un amigo. tomamos algo, escuchamos música. hablamos de Spinetta. entonces le dije que le iba a prestar unos libros. busqué y aparecieron Martropía y Crónica e iluminaciones.
pero después se fue, tarde, y los olvidó sobre la mesa.

hoy se me dio por hojearlos. encontré un texto hermoso y terrible que no recordaba.
Ahora, después de haberlo subido al otro blog, se me ocurre pensar en Tanguito. no en el Tanguito falseado de tango feroz sino en uno muy cercano a otro tipo de narraciones. uno capaz de escribir algo así:
"abre el barril de lluvia, toma una copa, y el hombre de cristal volverá a vibrar."

el texto es este.

El cuento de los muertos y las naves

Nadie va a venir a buscar las naves. Se van a quedar ahí para escarmiento dicen. El Nene dice que para muestra de nuestra estupidez.
Yo he estado todo este tiempo pensando, tratando de recordar lo que dijo el más viejo, el de las botas nuevas, pero nada. Como si se me quedara atrás, como si el calor entrara a derretir de a poquito todo. Y ya ni idea.
Cuánto habremos estado entre los yuyos, andando, por la tierra. A buen ojo, yo le calculo diez horas. Ya después los días se me han mezclado.
Qué hará que estamos. No mucho, si el Pilito todavía tiene las costras de los chicotazos en los brazos, nuevitas, y a mí recién se me empieza a pasar el dolor. Pero se hace largo.
Por suerte, se ve la ruta. Una liniecita chiquita. Y se ve pasar. Los reflejos al menos. Lucecitas que se prenden, se apagan, van avanzando, desaparecen. Pocas nomás, diez, quince al día. Yo digo bajo el sol, de noche ya no sé. Apenas escucho que llega el camión de relevo, me tiro panza arriba a esperar. Al día, no al sol. Y a que vengan del pueblo a avisar.
Menos mal que ya casi no lo tengo que escuchar al Pilito. Desde que salimos está diciendo y diciendo. Que le tendríamos que haber avisado a Don Antunez ahí nomás. Que para qué le hicimos caso al Nene, si a él todo se lo habían contado, y qué sabíamos nosotros. Que el viejo hubiera arreglado todo, si los amigos de la política. Que hablando la gente se entiende, que qué sonsos y cagones disparando para escondernos.
El Viejo. El Viejo dijo apenas nos vio, eso sí me acuerdo, Allá, abajo del árbol, y sin hablar.
Y se hace largo acá. Estos yuyos no dan sombra y nos vamos achicharrando de a poquito. Ya parecemos asados. Después en la noche ni miro para ningún lado, menos para arriba. Es como si aplastara el cielo, como si las estrellas fueran, lejos, y todo lo demás, lo azul, bajara y bajara. Yo me quedo quieto, de espaldas. No quiero ni pensar, de tanto que he pensado ya no sé si seré yo o qué, pero cada vez entiendo menos.
El otro, no el Viejo, fue el que pegaba. Llegamos, nos bajaron del camión, y ahí estaba esperando. Así que vos sos el pícaro de Las Lomitas, ya te voy a dar que te hagas el gil, y ahí nomás, en la cabeza. Me dejé caer, ya me la veía venir que si me hacía el macho iba a ser para peor. ¿Tenés ganas de hablar?, dijo. Y yo qué le iba a decir. Que sí, pero para explicar, parar decir que nosotros no sabíamos nada, y ahí me dio otra vez en la boca. Quedé arrodillado. Y otra patada en las costillas. Ya se te va a ocurrir qué decir, dijo. Cuando me levanté chorreaba un poquito de sangre, de lo de la frente.
Después nos han ido llamando de a uno. Primero al Pilito, por ser más chico seguro, a ver si lo ganaba el miedo. El miedo, como si sirviera de algo. Yo de acá veía las sombras dentro de la casucha. Uno se movía, iba y venía. El otro quietito y más abajo, debía ser el Viejo. Pero yo no lo podía ver al Pilito y me daba vueltas la cabeza, y la culpa por él, por el Pilito. Ya nada se podía esperar, como si todo pudiera pasar. Y el pibe qué culpa iba a tener. Ahí le empecé a hacer señas al que hacía guardía en la puerta, un gordo que se veía más manso, más tranquilo, uno que cuando habla parece de acá, de la zona. Vino. Le dije que yo estaba como responsable por el pibe, que me iba a hacer cargo. Sí, no se preocupe, dijo. Fue y volvió. Que se quede tranquilo, que ya lo van a llamar, dijo, que decían. Y me agarro una cosa por dentro. Como para estar tranquilo estaba. Qué cosa, irnos a esconder nosotros también.
A la hora, cuando salió el Pilito, se lo llevaron al Nene. Ahí sí me quedé tranquilo, el pibe venía limpiándose la cara con la chomba, pero sano. Que no había dicho nada dijo, de espaldas al milico gordo que nos miraba. Que nos asustamos y empezamos a disparar. Por lo del diario, las fotos, lo que decía de las naves y lo demás. Eso me alcanzó a decir. Y ahí me puse a pensar, ahí me dije que yo también iba a poder decir que nos fuimos por tontos, de puro cagones. Pero claro, miedo de qué me van a preguntar. Y ahí qué digo. Ahí está la cosa.
Encima con este sol. Nos hemos puesto la ropa en la cabeza, pero igual. Baja y baja, y hasta es como si se fuera cayendo en un pozo atrás de los cerros mientras les pega del otro lado a las naves y las vuelve como una sombra enmarcada. Y a algunos nos da por tiritar. Por eso a esta hora siempre apretamos el cuerpo un poco, para que no nos gane el frío.    
Ahora me acuerdo. Al segundo o tercer día recién vino el milico gordo de relevo y nos dio agua, un chiquito. Yo les dije a los otros que de a sorbitos, si no nos iba a dar más sed. Y se iba a acabar. Así tomamos. Pan trajo también. Dos o tres para todos, para todo el día, y así todos los días.
Pobre el Nene, la ligó feo. Diga que no me puedo ni acercar a verlo, que si no. Está tirado de costado, acurrucado. Se ha tapado toda la cara con la camisa. Quieto está, pero por ahí pega como saltitos. Vaya uno a saber qué piensa, qué le pasa por dentro. La que le habrán dado. Y él les habrá dicho todo también, qué más. Y se habrán puesto más pesados también. Porque fue él el que nos vino con el cuento de los muertos y las naves a nosotros, él había visto el diario, y en vez de ir derecho a la comisaria se vino para la casa. Vaya uno a saber.
El cuento de los muertos y las naves. De haber sabido, qué cosa. Pensar que los primeros días las mirábamos y mirábamos. Tan lindo el negro. El Pilito me decía, Diga que no dejaron las llaves, diga que no las dejaron, que si no las salíamos a probar. Y yo me reía para adentro pensando que quería pasearse por el pueblo para monearle a las niñas de la plaza. Qué cosa, de haber sabido les decía que no dejaran nada en el campo, que el doctor Antunez no había avisado y yo no podía tenerlas acá.
Pero qué iba a saber, si vinieron como si nada. Yo andaba entre las parras, podando, y vi la polvareda. Ahí nomás largué todo y me fui a ver qué pasaba. Qué hacía que no lo veía al Horacito. Cómo le va don Riera, le vamos a dejar los dos vehículos, las naves que están en el galpón, sabe. Por las dudas, no diga nada. Ya ha visto cómo es la gente. Nunca le falta tema. Y los otros dos que venían con él decían que sí con la cabeza. En eso llegó el Pilito, que andaba por el otro parral echando veneno, y se ve que le había extrañado el asunto o tenía ganas de hablar con la gente. Y ahí nomás estaba a los saludos con los tres. Cómo no, mijo, vaya tranquilo, le dije.
Vaya tranquilo, lo que son las cosas. Qué habrá hecho el Horacito.
Raro lo que demoran del pueblo, como si no se hubieran enterado. Como si estuvieran muy ocupados en otras cosas. La Mirta, claro, ella qué sabe de esto, mejor que no venga. Pero el doctor Antunez, que no haya aparecido, ni haya leído el diario.
Encima yo que ni me puedo acordar lo que dijo el Viejo de las botas nuevas, y hasta capaz no dijo nada y yo estoy pensando de más de pura ignorancia. Porque del piso, que me acuerde clarito, sólo escuche algo que parecía nada, y ahora se me mezcla todo. Qué cosa.

Los hombres mochila habitaron las colonias de la infancia


                                             I
Sueño con estaciones terminales, con trenes abandonados
La perra llega hasta el vano de la puerta que da al fondo y lame la cara mojada del niño
más allá la tierra seca y el pasto se extienden hasta el alambrado
Alguien pasa silbando, alguien vuelve a casa mordisqueando el pan

¿Existen las plazas en tu loquero personal?

La luz sigue prendida en un quinto piso y son las cuatro en Buenos Aires
por Alem los bultos duermen, resoplan
En alguna parte ella pinta mandalas con pulso firme y
el disco gira sobre la sombra de los nombres

¿Lo gris es el deseo en una ciudad cualquiera?

                                             II
La palabra X es un poste de luz, un río en la oscuridad
en verano le zumban mosquitos y cascarudos
Mientras la leña se quema y crepita, el gordo se cachetea las orejas y esparce las brasas

¿Habrá gestos guardados? ¿Elegantes?

Alguien se encarama en la piedra redonda de Sísifo, llueven postales sobre la casa de una mujer encorvada que barre temprano en las mañanas

 

                                             III

Sueño con un hombre que en un lugar perdido me habla de túneles en la Cañada, de los hombres rana
Tengo los ojos abiertos contra la ventanilla y las manos frías.