algo de lo inconcluso


Fuimos expulsados.
Entre nosotros algunos aún conservan calabazas ahuecadas, otros cencerros o dientes pulidos de marfil. Unos pocos misteriosas ojeras.
Y sin embargo, nadie podría decir que no nos fueron llevando hasta el barranco. Y que sumisos o agotados, saltamos.
Malte, retrasada, cree recordar en voz alta la escena de su destino. Verse asomada, hace tiempo, a la esfera cilíndrica de un tonel vacío. Y descubrir en el fondo el aleteo frágil de un animal, agonizante y vivo a la vez.
Malte, animada de palabras, equivoca los pasos. Aquí las metáforas no sirven para nada.
Avanzamos, creemos que lo hacemos, y eso es suficiente por ahora.
El terreno ondula y cede hacia abajo. Luego hacia arriba.
Entre los primeros se oyen cantos o alabanzas cuyo depósito es impreciso. No lo es, por el contrario, su movimiento, el nuestro, sinuoso y cíclico. La conformación silenciosa de una nueva estructura de poder.
Entre ellos alguien, Yull, Dame, abocado a sus sombras, encierra en sus manos la certidumbre de una piedra en la cabeza o habitando nuestros estómagos. Nacida de nuestro entendimiento. Una teoría heredada que creímos, o que muchos de nosotros quisimos creer, y que sin embargo no podría ser cierta.
Porque entonces lo anterior no sería más que algo accesorio, o complementario. Los gestos de O, la imperiosa y oscilante faca de Teas contra su muslo. No más que algo adquirido y olvidado a la vez.

Sobre el desvío un arbusto escuece las sandalias de Tabs y atraviesa la carne que, roja, mancha la tierra. Alguien alza la mano, exige detenerse. Con el grito, Bábalos frunce el ceño.
Se hinca, toma entre sus manos el pie herido. Alza tierra. Repite una y otra vez las palabras o sonidos que guarda en su interior y aún con la planta del pie entre sus pechos lanza la tierra al aire.
Al reemprender la marcha, Tabs camina perfectamente entre otros pero la culpa quema sus entrañas. Cíclicamente, fuerza sus hombros hacia atrás y estos, otra vez, vuelven a ceder.

Es el día 203 de nuestra marcha aunque muchos se animen a exigir pruebas acerca de esta certeza o simplemente se esfuercen en desconocerla.
Eso no es relevante. Han pasado el periodo de las cruces y el periodo de las anáforas, luego el de las pestes y el ritófago. Hemos matado tantas veces como nos ha sido necesario a nuestro padre y lo volveremos a hacer.
Las cosas se repetirán, se repiten. Es imposible alzar una mano junto a otra, un pasamano de luz, y determinar cuál es cuál.
Una recurrencia, el olvido como única posibilidad.
Entonces hoy es el día 203 y dos pinos, a lo lejos, cosquillean las nubes. Tobías se propone para parlamentar. Dos o tres alzan sus brazos y danzan, unos pocos se acurrucan en la imagen que esa imagen preanuncia.
Hay oponentes, hay cegados, hay indiferentes. Tratamos de comprendernos cuando Lubos toma la palabra. Es un balbuceo sentido, un cuenco vacío en que cada uno vuelca su ignorancia, su impotencia. Hay un fugaz consenso hasta que la cabeza de Lubos rueda por la tierra, separada de su cuerpo.
Teas ha ejecutado un corte preciso con su faca sobre el nacimiento posterior del cuello de Lubos. Tobías ha alzado las manos y ha parlamentado. Dos o tres han reído.
Al continuar avanzando, Tabs se ha retrasado. Alza la cabeza de Lubos a escondidas, la guarda en su morral y corre con su inocultable sonrisa hasta perderse entre los adelantados.

Las voces de Canetti

Hace ya bastante tiempo, por motivos laborales, no dispongo de tiempo para escribir. O al menos para dejarme ir una buena cantidad horas escribiendo. El año pasado, harto de pelear contra esto y de ir quitándole vida a textos que surgían con fuerza y poco a poco decaían, se me ocurrió tener un método de escritura automática, breve. No creo oportuno develar cuál fue, sí decir que tuvo que ver con un libro de Canetti.
Bien, ahora releí algo de eso (de hecho este es el primer texto que escribí con ese método), y me pareció piola, ya que hace tanto que no publico nada aquí, subirlo. Espero que lo disfruten tanto como yo disfruté al escribirlo.


Confusiones


   Por tres veces fui víctima de una confusión. La primera, un hombre de estatura baja, extremadamente delgado, llamó a mi puerta y sin mediar palabra me extendió una bandeja con un sobre blanco. No podía estar dirigida a mí, no esa correspondencia. Sin embargo la severidad del rostro del hombre reafirmándose en nuestra disparidad de altura me obligó a dudar. Era sólo un sobre vacío en el que un trazo vago e indescifrable precisaba el destinatario, o el mensaje mismo, lo pude comprobar no bien cerré la puerta. Pero por algún motivo no quise enmendar el error. Habiéndolo doblado por su parte media unas cuantas veces, lo corté en cuatro y arrojé al cesto.
   Las dos restantes confusiones, en algún sentido, podrían considerarse una sola. Había andado yo desde el alba trajinando los suburbios, creyendo de esa forma asir algo de lo que se me escapaba en mis visitas a los centros comerciales (guiado por una orientación vaga tomé un transporte hacia el norte y fui volviendo en la dirección opuesta), cuando di con una plaza circular bastante concurrida. Sin pensarlo demasiado ni detenerme aún en la cantidad y variedad de animales que proliferaban en el lugar, busqué descansar un poco para luego observar mejor el motivo de tantos visitantes. Fue entonces que una de aquellas mascotas, progresando desde quién sabe dónde, saltó sobre mi pecho con sus dos patas y deslizó todo a lo largo de mi mejilla vuelta a un lado su larga y áspera lengua. ¡Lara!, escuché gritar gravemente un tanto más allá superando incluso el bullicio general y la conmoción de mi aturdimiento. ¡Lara! Por fin, el animal cedió y de un salto corrió en dirección al sitio del que provenía la voz. Desentendiéndome, me esmeré en limpiar mi cara con el antebrazo de la camisa (las partículas de saliva parecían aún ser la lengua y yo mismo no acababa de salir de la sorpresa y la repulsión). Sepa disculpar, oí decir muy cerca, alcé la vista. Por favor, respondí. Era un niño de doce o trece años, y sin embargo de voz profunda y gesto adusto. Vestía pantalones cortos, calzado y campera deportivos, y portaba una larga rama en su mano derecha. Es a veces juguetona, dijo. Debido a que en nuestra casa no tiene espacio aquí hace lo que le viene en gana. Por supuesto, por supuesto, me apuré a responderle. El niño, altivo, se volvió a observar el centro de la plaza, en el que se producía más tumulto, y la perra se sentó a su lado, solidaria con el motivo de atención de su dueño. Pude ver entonces una fuente de agua clara en la que distintos animales se bañaban, y todo a su alrededor el resto de los visitantes, al parecer aguardándolos, sentados en los bancos laterales o ya sea parados, de a dos, de a tres, hablando, riendo, moviendo a los lados sus cabezas. Entre estos, unos cuantos trasladaban a sus mascotas con diferentes sogas que las asían del cuello y en no pocas ocasiones se disponían a recorrer en redondo una y otra vez los bordes de la fuente. De tanto en tanto se escuchaban gritos aislados o palabras inentendibles y se podían percibir gestos amplios.
   Usted no es de aquí, dijo por fin el niño tras un momento, sin volverse a verme. Es por eso tal vez, agregó convidándome su entendimiento. Sí, le respondí, aunque sin comprender muy bien a qué se refería. Volvimos a quedarnos callados.
   Mi intención había sido profundizar el diálogo, sin embargo la intuición me indicó guardar silencio. Provocar la curiosidad del niño a partir de mi indiferencia y de esa forma obtener información no viciada. No me equivoqué y sin embargo sí lo hice. El niño volvió a hablar. Claro, dijo, si no fuera así lo sabría. Es parte de nuestra formación. Ayer mismo lo explicaron con un ejemplo: alguien creyó saber nadar y se lanzó a un río caudaloso, dijeron. Poco a poco fue perdiendo estabilidad hasta hundirse. Debieron sacarlo a la fuerza. Un observador cándido, sobre la costa, opinó que ese nadador inexperto estaba imbuido de la idea del agua. De lo contrario, hubiese disfrutado dejarse llevar por la corriente. Asimismo, los rescatistas no hubiesen tenido por qué actuar.
   Le propongo que lo veamos de otra forma, dijo tras un momento el niño. Pensemos en Lara, por ejemplo: un ser humano lo suficientemente ingenuo podría llegar a creer que la vida doméstica de un animal tiene origen en la idea de domesticación. De lo contrario, opinaría, si se hiciera a un lado esa idea, se estaría a cubierto del sometimiento.
   Ahora bien: ¿Sería eso posible? ¿Lo creería, usted, así?
   Sus palabras me parecieron una broma o un buen relato de misterio producto de una mente inclinada a la fábula. Quise asir su sentido mediante la interrogación, pero el niño no dio pie: sin volverse nunca, una vez que concluyó el relato con aquella interrogación retórica comenzó a marcharse junto a su mascota.
Adiós, le grité. Pero no hubo caso, nunca se detuvo. Su imagen, en el contraste de las sombras, se me apareció como una postal antigua, misteriosa.

   Por tres veces, dije, fui víctima de una confusión. Y sin embargo, mientras que de las últimas recuerdo puntillosamente sus detalles, de la primera, debo decirlo, en reiteradas ocasiones he confundido su relato. No pocas veces he creído haber actuado de otra forma, siendo indiferente a los golpes en la puerta o dando yo mismo un portazo. Las más de las veces rompiendo inmediatamente, sobre la bandeja de plata del hombre bajo y delgado, la correspondencia. Entre éstas, solo una vez creo haber intentado explicar que ese sobre no era para mí.
   Sin embargo ahora lo sé, aquellos son sólo falsos recuerdos, juegos de la memoria.