“Suponte que estás en una isla. Suponte que has naufragado y
eres el único sobreviviente –decía el discípulo-. Llevas ya un tiempo en ese
sitio, tiempo que vas cuantificando en el tronco de un árbol mediante extraños
símbolos que te has creado. Los días pasan, tu lenguaje es una piltrafa, tu
mente se atasca. El árbol parece tu única compañía. El árbol y una rana
acuática que una tarde has de ver cómo es devorada por un pez feroz. Las cosas
no van bien. Para colmo de males, una noche de tormentas álgidas un rayo cae
sobre tu árbol del tiempo y acaba con él. No puedes recordarlo, no puedes
siquiera volver a hilvanar la imagen de tus propios símbolos. Y sin embargo sabes
que hay un número determinado de días allí. ¿Qué haces? Ni para chelas tienes
opción, eh. ¿Qué? Montas en cólera, por supuesto. Pero qué más. ¿Procuras
inventar un recuerdo?, ¿procuras enloquecer? ¿O, de todas formas, procuras
cultivar tu fe? Debes pensar bien y debes pensar bastante. Debes darte tiempo.
O en absoluto. Pero de alguna forma tienes que llegar a entender que aunque no
lo sepas, alguien lo sabe. Tanto los que vendrán a buscarte en días, o meses, o
años, como Dios. Así, tras la estampida, el reposo. Debes creer que en algún
lugar del tiempo, alguien conoce tu cifra precisa y que eso es mejor que
albergar dudas al respecto. ”