Contar la película
Un
guacho es petiso. No petiso petiso, pero sí bajo. Petiso para lo que quiere ser
o hacer, digamos. Bueno, el petiso, Bicht que se llama (y este es un nombre
bastante particular que le viene de su madre irlandesa y su conocimiento, el de
ella, de que si bien en su país natal ese es un nombre poco común, sin embargo entre
las reducidas clases altas se extiende como un río, además de su entendimiento,
el de ella, de que un buen nombre es todo en la vida y así se lo ha explicado
al mismísimo Bicht cuando era chico y le gustaba preguntar por qué o en verdad no
le gustaba preguntar absolutamente nada y se pasaba el día entero en silencio y,
acaso por eso, entonces había que explicarle todo); Bicht, digo, quiere jugar fútbol
americano. ¿Saben cuál es? ¿Conocen? El de los tipos con cascos y armaduras en
el lomo que se chocan y se chocan entre sí, ése. Bueno, como el fútbol
americano es la pasión de Bicht o su sueño o como quieran llamarle, ya desde su
infancia en los suburbios se entrena y se entrena por eso, para hacer eso bien
arriba y llegar a jugar en las grandes ligas o acaso un día ver su foto en las
portadas de Sports News o Forward Magazine y de alguna manera
sobarle los huevos a Dios, u olerle los sobacos, que en cierta forma sería lo
mismo ¿no? De hecho creo que hay algunas escenas de eso en algún momento. El
tema, el gran tema, es que eso, que Bicht juegue fútbol americano, se sabe, es
imposible. Es imposible que Bicht llegue nunca a jugar en las grandes ligas: por
más que lo veamos esforzarse, ya en el campus universitario, entrenando y
entrenando, o estudiando para sumar promedios y deportes, becas y cuotas, etc.,
es petiso, nació petiso, y eso todos lo sabemos. (Lo sabemos incluso por sobre
las mismísimas ganas del propio Bicht de no saberlo o simular no saberlo, ni
querer que nosotros lo sepamos. Lo sabemos incluso por sobre los paseos con
aire de sultán del ritmo del propio Bicht a través de las largas y desoladas calles
de su pueblo de Minnesota o ya después por los pasillos de la Universidad
dedicados a hacer olvidar lo que es claro como un río irlandés. Sabemos –y
aunque no lo quiera, el propio Bicht sabe que lo sabemos- que cualquiera de los
otros del equipo de ahí, de la Universidad de Minnesota, de los Dogos de Minnesota,
Buck Mulligan, el gordo Fouth, el lanza Jonhy Tonello, pongamos por caso, le
lleva mínimo 30 centímetros y 10 kilos, y que esa diferencia es muy marcada,
que esa diferencia es como una roca en medio del mismo río.) Pero claro, las
películas son así, y entonces hay que fingir no saber, fingir y dejarse llevar
de la mano hasta la testarudez y la valentía de Bicht, y su esforzarse entre
los grandotes toscos que lo observan y se le ríen en la cara o le roban las
toallas en las regaderas y a veces también lo azuzan en los entrenamientos para
verlo cagar la leche cuanto antes y acaso de esa manera ahorrarles compasión. El
mismo Louis Porton lo deja hacer (le da tela y se la quita, le da tela y se la
quita) acaso porque en cierta forma Bicht le es útil para los entrenamientos –respecto
al tema motivación, fundamentalmente, según los especialistas- pero más que
nada, y esto es una apreciación personal, porque no quiere llegar a su casa y
que en la oscuridad de su habitación le sangre la nariz soñando con ningún
petiso ahorcado ni con ningún petiso entrando en el glorioso campus de los
Dogos de Minnesota con aire de sultán del ritmo y una AK 47 bien dispuesta. O simplemente
porque le da igual, a Louis Porton, entrenador de los Dogos de Minnesota,
responsable de las temporadas más felices por aquellos lugares y del aumento proverbial
de la venta de hot dog durante las dos
últimas temporadas (información adicional, hay que decirlo), le da tan igual
como a nosotros mismos y hasta se divierte con toda la cuestión, y entonces lo
anterior es sólo una exageración propia de los entrenadores de las grandes
ligas y sus más esmeradas pesadillas. Y es una lástima (esto también hay que
decirlo), pero eso a nuestro héroe petiso no le importa. En absoluto. Por
tanto, sigue y sigue entrenando y esforzándose y martillando su cuerpo gordo
contra los monos de metal que parecen un muro, la cámara lo acompaña en el
campus por las mañanas y por las tardes y entre medio lo vemos estudiando o
viendo partidos de las grandes ligas y soñando y llorando como un niño o
despertando a las tres de la mañana de un sueño espeso y poniéndose a hacer
flexiones a un costado de la cama. Entonces, de un momento a otro y como en un
acto de magia, también nosotros soñamos con él, también nosotros alabamos la
voluntad y la fe de Bicht, y hasta pretendemos poder comprenderlo y sufrir con
él. Lo que se dice empatía, ¿no?, empatía hasta el punto de que deseamos que
llegue, que de una vez por todas Bicht llegue lejos. (Es cierto, no sabemos muy
bien a dónde, pero ese no es nuestro problema: Bicht nos está ganando la partida
y ya de hecho no nos provoca tanta repulsa su cara picada de acné juvenil que
en las primeras tomas llegaba a las arcadas: Bicht ama, Bicht crece, Bicht
llora, Bicht calla, y nosotros estamos junto a él para creer en la maravilla de
los pases de magia, en la gesta mínima y definitiva de los ilusionistas.) De
esa forma, con el corazón en la mano podría decirse, llega el día, la tarde en
verdad, en que en uno de esos entrenamientos típicos en que se empujan los
monos de metal chocándolos con los hombros, Bicht logra darles de lleno y moverlos
como uno de los buenos, como el Gordo Fouth o Buck Mulligan, como uno de los
jodidos monstruos de las grandes ligas, digamos. Esa tarde lo vemos martillar
una y otra vez contra los monos de metal y sentir que lo está logrando. (Por un
momento, lo adoramos. Ah, quién podría negar que no está a punto de dejar
escapar una lágrima frente a la pantalla en que mira todo, quién podría…) Sin
embargo, pero esto sólo Bicht lo sabe, aunque en verdad se pueda intuir en ciertos
primeros planos del golpe contra los monos de metal y su cara fofa
retorciéndose, algo no anda bien. (Otra vez: sólo Bicht lo sabe. Sólo Bicht
sabe que estuvo a punto de dislocarse el hombro y que dudó, que en ese instante
sutil y definitivo en que martillaba una y otra vez su cuerpo gordo y petiso contra
los monos acolchados de metal se preguntó qué mierda estaba haciendo o por qué,
pero también, y esto es espuma fina entre los labios, que comprendió sus
límites y probó su valor –o cobardía-, y que tan sólo entonces, tan sólo
después pero casi a la par, se temió y odio a la vez, y, por fin, comprendió
que eso también era el horror. Pero fue sólo un instante.) Luego regresa a la
fila como si nada. Entonces, mientras lo hace, mientras se aleja orgulloso
adentro de su armadura de la zona de los monos de metal, quitándose a la vez el
casco rojo de prácticas clásico de los Dogos de Minnesota para respirar un poco
mejor y vuelve a acomodarse en la fila, comete la gran estupidez de mirar a
Louis Porton. Sólo un segundo, como con el costado del ojo, con la displicencia
de los gestos estúpidos. Nada: Louis Porton no ha posado ni una vez sus ojos en
él. Ahora sí, Bicht tiende a derrumbarse: podemos presentirlo atrás de los
planos largos de la cámara que se escapa por sobre el campus de entrenamiento y
hace correr rápido el tiempo hasta la noche y las luces de la ciudad y funde en
negro. Es obvio, Bicht no va a darse por vencido. La película sigue. Vemos
transcurrir sus años de esfuerzo y obstinación, lo vemos entrenar y entrenar y
constantemente sospechamos que está a punto de romperse un hombro o que ya lo
tiene roto, que está a punto de regalarle su hombro a las escurrideras de las
regaderas de las grandes ligas, como de favor, sin nunca poder pisar el verde césped,
pero ya con la estúpida esperanza, o fatalidad, de que lo hará, de que algún
día Louis Porton le palmeará el hombro y le dirá: es tu turno, Bicht, adelante,
el verde campo te espera; y entonces sí verá las luces del estadio, plenas,
como encendidas sólo para él. Y (hay que decirlo), esto, tal vez, Bicht lo sabe.
Seguramente Bicht lo sabe, porque no vuelve a dudar. Tras aquella duda primera,
que fue como cuando Jesús en la cruz pregunta por su padre, ¿no?, una cosa así,
confía o confirma, nada más. La cámara lo acompaña desde que se despierta y lo
lleva de la mano a los huevos fritos, el campus, las clases, y una y otra vez
lo ve perder lugar en el equipo titular o siquiera en el suplente. Nada. El
tiempo pasa. Una noche Bicht ve en la tele a los Dogos de Minnesota contra los
Pittsburg Steelers. Es un partido duro. Los lanzadores han sido bastante
golpeados y la defensa de los Dogos parece haber sufrido algunas bajas. Sin
embargo el marcador favorece a los Dogos y Bicht, el petiso gordo hijo de madre
irlandesa, bebe una de las pocas cervezas que se permite en la semana, para ver
los partidos, brindando a la salud de la defensa y del ataque de los Dogos y de
su propia salud. Al terminar el partido, está contento pero también triste, y
en definitiva le da igual: en el aire algo se respira distinto, un aura nueva
nimba su esfuerzo o él lo siente así, y con esa sensación se va a dormir y a
soñar con un campus verde y amplio extendiéndose hasta el cielo Minnesota y un
mundo de petizos gigantes corriendo atrás de una pelota ovalada. Algo pasa:
sorprendentemente al día siguiente nuestro héroe se ha resfriado, despierta
moqueando. Al tomarse la temperatura descubre que tiene cerca de cuarenta
grados de fiebre. Uf, es el momento más duro de la película: solo en la piecita
que le alquila al casero del campus (porque también, para más precisiones, es
pobre, tiene cara de aguilucho y sólo logró entrar a la universidad a fuerza de
estudio y esfuerzo y entrenamiento, y mediante los pocos envíos que logra
hacerle su madre inmigrante irlandesa de los dólares que junta como mesera de
una fonda y modista de noche -madre que comparte a ciegas su sueño-), Bicht vive
momentos difíciles, momentos cruciales. Y hasta quizás esta última palabra sea demasiado
precisa. Lo vemos ir de la cama al baño y del baño a la cama, lo vemos tiritar
bajo pilas de frazadas y pensamos por un momento que va a renunciar, que está
dudando, que va a dejar todo de una buena vez y se va a buscar una linda mesera
de las afueras de Minnesota para tener hijos y verlos crecer mientras él se
gana la vida de todos como mecánico de camiones en la carretera sur y ya en la
noche se toma sus cervezas tranquilo, con el pato en el horno y la tele en
algún partido de las grandes ligas… (También alguno pudo pensar nuevamente en
la Ak-47 y…) Por supuesto, eso no ocurre. Tres días después el petiso vuelve a
entrenar más fortalecido que nunca. Louis Porton lo ve venir y nota algo en él,
un nuevo vigor acaso, y extrañamente se le acerca. Le pregunta qué le pasó, si
está bien. El petiso, Bicht, extiende a lo largo de todo el campus su orgullo y
le dice que sí, que perfectamente bien. Ok, dice Louis Porton, quiero verte derribar
esos monos de metal, Bicht. Dyck Dutton se lesionó y Manny Howard no se siente
bien para el próximo partido, tendrás tu oportunidad. ¡C´mon! Por fin hemos
llegado. Estamos donde queríamos estar, y lo sabemos, sin embargo la cámara se
pierde y no muestra nada, nada de todo lo que hemos estado esperando: ni a Bicht
entrenando más fuerte que nunca, ni a Bicht sonriendo, ni a Bicht martillando
contra los monos de metal, ni siquiera a Bicht rezando o hablando por teléfono
con su madre irlandesa. Nada. De repente, en un abrir y cerrar de ojos, ya
estamos en el partido y Bicht no es el mejor pero lo está haciendo bien y corre
cada jugada como si fuera la última de su vida. Claro, la defensa no la tiene
fácil: las Panteras de Cincinnati se cuelan por las bandas haciendo que todo
recaiga en las últimas líneas, que las carreras oblicuas y los cruces de frente
sean inevitables para mantener el marcador empardado. Sin embargo, con el
partido ya bastante avanzado, y en una jugada milagrosa, Buck Mulligan, el
memorable Buck, logra colarse entre la defensa de las Panteras gracias a la
presión del gordo Fouth y recibir como un bailarín el pase largo y certero del
lanza Johnny Tonello, que semeja una gelatina en el aire, pero que Buck logra
amaestrar en un movimiento perfecto y colocar tras una corrida ejemplar contra
la línea del fondo. Ahora sí, clara ventaja para los Dogos de Minnesota. El
partido se pone más duro aún. El ataque contrario se vuelve cada vez más
preciso y obliga a la defensa de los Dogos a retroceder. La cámara enfoca los
minutos en el tablero, que corren en primeros planos y se mezclan con las
imágenes dispersas del partido y con un Bicht que comienza a sentir una leve
molestia en el hombro y se golpea el casco con la mano izquierda antes de cada
jugada y luego sigue cortando las subidas del gran Blow Mc Caggan de las
Panteras. De un momento a otro estamos casi sobre el final y los Dogos
mantienen la leve diferencia a su favor sobre los bulldogs. Hay un corte y un
nuevo tiro libre a favor de la parcialidad de Cincinnati. Es su última
oportunidad para ganar o empatar el partido, y esto se presiente en las caras
de la defensa de los Dogos, que se gritan y se chocan las cabezas, y en lo
gestos y señas de ataque de las Panteras, pero también en los entrenadores de
ambos que gritan una cosa y otra, y hablan con sus asistentes por aparatos que
tienen en la boca y las orejas. (Hay que decirlo, de todas formas Louis Porton
tiene un gesto raro en la cara, quizás semejante al de un general Polaco que ha
visto avanzar las tropas nazis y se ha confiado a un milagro, o a una pastilla
de cianuro, podría decirse, pero esto ya es contar otra película.) Listo, suena
el silbato: el lanza de las Panteras logra desmarcarse y recibir una pelota
combada y difícil que hace girar a través de su cintura, por la espalda, y tras
obviar con esa figura perfecta al defensa de los Dogos Jerry Hutton está lista
para ser lanzada. Sin embargo, Stiff Prate vuelve a girar y a amagar una y otra
vez como burlándose de todo el mundo (incluidos nosotros mismos) hasta que finalmente,
ya cansado del floreo, se decide a hacer un pase largo para el gran Blow Mc Caggan
que avanza campo adentro como un búfalo desbocado. Entonces vemos la pelota
deslizarse y sabemos que este es el momento, que esta es la única forma en que
nuestro héroe petiso, Bicht, se hundirá para siempre o, por fin, entrará en el
salón grande, en las portadas de Sports
News o Forward Magazine, y que es
mejor así, que ya no podríamos soportar una dilación más. Lo vemos al gran Blow
correr y correr mientras la pelota carretea en el aire girando suave como un
universo perfecto a punto de hacerse pedazos a la vez que Bicht corre también y
por su cabeza pasan todos los momentos de su infancia: su madre remendando sus
medias, la foto de papá en la vitrina con las condecoraciones, los amigos de la
infancia, su primera pelota de futbol americano, un atardecer con la que parece
haber sido su única novia, etc. Hay un corte fino que funde unas imágenes con
otras y ya cuando la cámara vuelve a la realidad lo vemos a Bicht taclear en la
cintura y casi de frente al gran Blow, que por un momento se desentiende del
golpe como asumiendo que más allá de esa puta que no lo deja avanzar está su
destino de gloria, pero eso es sólo una milésima de segundo incluso aunque esté
en cámara lenta, es sólo un momento porque al momento siguiente el gran Blow
cae como un peso muerto contra el césped verde del campus y el árbitro pitea el
final. Primero silencio, después la parcialidad del público de Minnesota
estalla en festejos y la de Cincinnati aplaude abiertamente el gran partido y
el gesto del defensa petiso y desconocido, pero más que nada la posibilidad de
haber pasado un momento lindo viendo el Gran Juego como si ellos mismos no
tuvieran nada que ver. El gran Blow se levanta sorprendido pero indiferente a
la vez, mira el marcador en la punta del estadio y a la gente de los Dogos de Minnesota
que festeja y festeja. Es como si estuviera confundido o no entendiera nada.
Entonces, mientras aclara las ideas, ve correr a Louis Porton hacia él y luego lo
ve pasar detrás suyo para, al girar, verlo arrodillarse al lado de Bicht, que
aún permanece tendido a su lado, sobre el césped verde, y ya pregunta:
¿ganamos? ¿ganamos?, y a la vez que Louis Porton le dice que sí, que lo
lograron, que él lo logró, y Bicht llora y pone cara de ser feliz, dice que
cree que se quebró algo adentro suyo, que siente que algo adentro suyo se ha
roto, y entonces Louis Porton pone cara de preocupación y dice: oh, Bicht. Finalmente
la cámara gira y gira como alocada, como si el director por un momento se
hubiera vuelto loco y ya nada le importara, y entonces sólo alcanzamos a
percibir la llegada de una ambulancia, más que nada por la sirena, y la gente
que se va del estadio con las panzas llenas de hot dog. Llegan los títulos, que dicen, y así nos enteramos, que Bicht
no es Bicht sino Michael Rittondo y otras cosas más, y que todo fue verdad, que
toda la puta película fue cierta. Suena una canción de Michael Jackson, creo.
Se encienden las luces del cine.