Los dos primeros
mails son breves, torpes. Su escritura es apurada. Uno habla de Mbrush, de las
estepas de Mbrush, de hombres con gorros polares, de la salida del sol por las
mañanas, en el este. Otro, de un poblado a unos doscientos kilómetros al sur de
Mbrush, de cabras, de un río congelado que atraviesa todo a lo largo un bosque.
Entre uno y otro hay casi treinta días de diferencia, entre uno y otro, acaso,
nada ha cambiado. Pné desliza sus ojos dos o tres veces cada vez por los textos,
deteniéndose en algún error de ortografía, en alguna inconsistencia lógica. Luego
los elimina de su bandeja de entrada.
Una mañana observa
un instante la pantalla de la oficina de empleo. Desastres naturales, números, en krepec una madre dona el riñón a
su hija, detienen a Kadic en la frontera de Brectov. Pné no presta atención, ni
se interroga acerca de Kadic, Brectov o lo que pasa en otro continente. En
verdad le disgustan las pantallas en silencio. Sin embargo, una palabra, burpen,
se graba en su cabeza. Luego es un residuo que se repite intermitente pero
constante. Pné se aleja de la ciudad, combina dos transportes para regresar a
casa y la palabra está ahí. Burpen. Aparece y desaparece una y otra vez.
Es noche
cerrada ya cuando la repetición cesa. Pné enciende una hornalla, coloca un
caldo al fuego. De repente se dice: intenta mostrarse vivo, intenta probar que
aún está del otro lado. Finalmente cena y se duerme frente a la tv encendida. Pasan
campos verdes, pasan vacas, pasan hombres con pantalones extraños y pañuelos en
el cuello.
Dos semanas
después consigue su primer empleo. Una empresa de reciclaje ubicada en las
afueras de Palstrom la contrata para almacenar datos de diferente tipo. El trabajo
es simple, se limita a recibir papeles, ordenarlos, cargar su información a la
red y luego archivarlos. Treinta horas semanales, buena paga, piensa Pné al
acabar su primera jornada. De regreso a casa compra jugo de frutas y hamburguesas
y se sienta a comer frente a la tv.
Tarde en la
noche suena el teléfono. Entre dormida, atribuye el sonido a la tv. Los timbres
se agotan hasta accionar el contestador y vuelven a comenzar. Por fin, se
espabila y lo observa desde el sillón, ahora con la tv en silencio. Se decide a
atender, pero vuelve a activarse el contestador. Oye una voz fina que reconoce
como la de su madre. Esa voz le pide que se comunique urgente con ella, con su
madre. Pné se queda en el lugar, estática. Cuando el mensaje acaba, busca su
móvil entre la ropa dispersa sobre la cama y lo chequea. Qué estúpida, se dice.
Enciende su computadora portátil y va a la bandeja de entrada de su correo.
Publicidad de consoladores, ofertas de trabajo en la India, un crucero a
galápagos, cadenas de oraciones protestantes.
En su
segundo día de trabajo Pné conoce a Patsy y a Bip. Patsy le agrada menos que
Bip, aunque en verdad es Patsy quien se le acerca. Ambas se ubican a cada lado de
su sector, y sólo las separan delgados tabiques de madera. Para Pné esto es un
alivio. Preferiría no tener que ver constantemente la cara de nadie. Preferiría,
acaso, ver tan sólo las necesarias caras de su superior y del chico negro que
le acerca cada hora más papeles y se lleva otros.
Ese día
toma su primer descanso sola. Sentada a la mesa de la sala acondicionada, juega
con sus manos. No sabe muy bien cómo pasar el tiempo. En verdad, hubiera
preferido seguir trabajando. Acaso por eso, durante su segundo descanso, Patsy se
le acerca. Con los ojos grandes y media sonrisa en los labios, le dice que
también para ella no son fáciles esos quince minutos. Que pueden coordinar para
tomar los descansos juntas, si así lo desea. Ella suele hacerlo con Bip. Ambas
miran hacia el sector de trabajo, Bip, como si lo supiera, retira levemente hacia
atrás su silla y alza su cabeza hacia los vidrios espejados al fondo de la sala.
Sonríe.
A la
salida, Pné se limita a saludar a ambas con la mano. De regreso a casa, camino
a la estación de trenes, se detiene de repente e ingresa en un ciber. Tiene un
nuevo mail. En cierta forma al verlo en la bandeja de entrada guarda cierto
entusiasmo, pero una vez que lo despliega es como si se aburriese, súbitamente.
Lo abandona. Paga, sale del ciber. Recorre una gran distancia a pie, como intentando
acercarse a casa pero sin decidirse a hacerlo definitivamente. De un momento a
otro, acaso por cansancio, pregunta dónde encontrar una estación de trenes. De
esa forma, regresa.
Ni esa
noche ni las siguientes suena el teléfono.
Los
descansos con Patsy y Bip se tornan aceptables. Por lo general Patsy habla
bastante, de diferentes cosas, y Bip y Pné se limitan a asentir o sonreír. En
escasas ocasiones, Bip agrega un comentario seco y un poco descontextualizado que
de todas formas provoca gracia, aunque ella misma no se ría. A Pné esto le hace
pensar que Bip es inteligente y sensible, aunque también indiferente. De todas
formas, aprecia la compañía de ambas. También reconoce que la parte de los
descansos es la peor parte de su empleo.
Tiempo
después, un día de paga, Patsy propone ir a un bar. Bip no responde, vuelve su
cuerpo hacia el sector vidriado. Pné dice que no estaría mal. Patsy sonríe. Dice
conocer un lugar en la interestatal que está muy bien. Allá vamos, agrega
levantando levemente su mano con el dedo índice extendido. Allá vamos, repite
Pné sin fingido entusiasmo. Bip revuelve su café con los ojos clavados en la
mesa limpia y descolorida del sector de descanso.
Al salir
caminan algunas cuadras a la vera de la ruta hasta encontrar el lugar. Adentro,
se sientan a una mesa pequeña ubicada entre la puerta de ingreso y la barra, a
un costado. Hacia el otro hay lo que parece ser una pista de baile de tamaño
reducido. Patsy y Bip eligen tomar vodka, Pné un jugo de frutas. Es Bip quien
busca las bebidas. Luego, la mecánica de los encuentros en la sala de descanso
se repite, aunque esta vez con leves variaciones. Por un lado, Patsy además de
hablar cada vez más fuerte, va cada más seguido al baño. Por otro, con su
segundo o tercer vodka, Bip también habla un poco más. Incluso a veces hace
referencia a la música que suena o gira y observa un instante la pantalla que
cuelga en una esquina del lugar, a sus espaldas, sin audio. Pné se limita a
tomar de a sorbos su jugo de frutas y a sonreír.
En una de
sus idas al baño, Patsy se detiene en la barra. Hace ademanes. Un tipo flaco y
pálido, de barba recortada, la mira indiferente. De este lado, Bip ve la escena
y Pné, la pantalla. Hay una chica morena que se sacude en espasmos, hay hombres
y mujeres, rubios, morenos, negros, que la rodean con sus manos, sin tocarla.
En ocasiones, hay planos largos de barrios pobres y gente bailando. No me
gustan las pantallas en silencio, dice Pné acaso por decir algo. Bip gira y mira
un instante la pantalla. De todas formas, así es más fácil ver algunas cosas,
dice. Por lo menos se ve algo, se corrige. Pné asiente. Ambas se quedan en
silencio, vueltas a la pantalla. Tras un instante y como espabilándose al
sentir que Patsy regresa a la mesa, Bip dice: es como si intentara salirse de
su cuerpo. Ríen.
Más tarde
llega al bar chico negro de la empresa. Ingresa como una tromba con alguien
más, una mujer de pelo colorado. Pné lo reconoce por su modo de andar. Acaso
también Patsy, que le hace señas aunque el negro parezca no percibirlas. De a
ratos la colorada se da vuelta y lo insulta. Patsy continua haciendo señas, Bip
no dice nada. Una vez que la colorada está en la barra, el negro gira y camina
hasta la mesa. Te esperábamos, dice Patsy. El negro no dice nada. Ellas son
Bip, bueno, creo que ya se conocen con Bip, y ella es Pné, dice Patsy. Bip toma
un trago de su vodka. El negro se vuelve otra vez hacia la mesa. Hola, dice
Pné. El es Huono, de la empresa, dice Patsy. Por supuesto, dice Bip. Huono se vuelve
hacia la colorada. Debo irme, dice. Se va.
Un tanto
después, Bip y Pné deciden marcharse. Patsy se queda un poco más. Ya en el
tren, de regreso a casa, la voz de Huono vuelve sobre Pné. Es como si eligiera
cada sílaba por separado, se dice. Luego acomoda su bolso de mano sobre la
ventanilla e intenta dormir.
Por un
tiempo no hay mails. Sí, llamadas telefónicas. No llegan a accionar el
contestador. Pné chequea sus cuentas, su móvil, y nada, sólo los timbrazos se
repiten cada dos o tres días, a veces, cada semana. Se limita a continuar su
vida. Sólo en ocasiones se dice: olvidó o está muerto, pero ni siquiera logra
precisar el sentido de esas palabras. Simplemente son sólo palabras que
aparecen en algún momento de sus días y luego, como vinieron, desaparecen. Puede
estar en el trabajo, aunque en verdad allí es donde menos le sucede, o frente a
la tv, por comer, y de repente están ahí. Palabras. Un cartel luminoso en una carretera
vacía. Al instante siguiente, nada. Las luces se han apagado y solo queda la
ruta. Acaso un esqueleto de metal oxidado. Las voces de la tv vuelven a
mantener una conexión más estrecha con las imágenes.
Una mañana los
timbrazos sorprenden a Pné al despertar. Por fin, levanta el tubo. Estás ahí,
dice la voz de su madre. Sí, dice Pné. Hay silencio. También un ruido de fondo en
la línea que a Pné le hace pensar en estaciones de trenes, acaso en la
vibración de las vías del tren a hora pico, cuando un tren cargado de gente se
acerca u otro se aleja. Luego, la voz de su madre habla de un accidente
cerebral, da explicaciones médicas, repite la dirección de una clínica. Sus
palabras se ordenan en oraciones breves perfectamente moduladas. Solo a veces
sufren leves variaciones de tono, de acuerdo a algún tipo de contenido que Pné
no logra precisar. Acaso cuando requieren la visita al padre en el hospital. Acaso
cuando deslizan un sutil reproche. Pné se limita a mantener el tubo junto a su
oreja y modular un sonido que se asemeje al asentimiento. Finalmente dice adiós
y corta. Toma su bolso de mano, carga el almuerzo y sale para el trabajo. Confía
en llegar a horario, sin demoras.
Una vez en
el tren, cierra su mano sobre la barra de metal y se deja oscilar segura con el
movimiento, entre la gente. Ve su palma izquierda, comprende que copió al
dictado. Se friega las manos. Luego se entretiene leyendo cada publicidad que
aparece a la vera del tren. Pastas de dientes, tonificantes, seguros de vida,
educación privada, etc., etc.
Ese mismo
día, la tarde de ese día, sale del trabajo para regresar a casa y saluda con la
mano a Patsy y Bip. Una cuadra más allá, ingresa al ciber. Va a la bandeja de
entrada de su correo. Súper descuentos, ofertas de trabajo en América,
invitaciones varias de redes sociales. Dos nuevos mails. Entre uno y otro,
apenas 20 días de diferencia. Entre el primero y el último que chequeo Pné,
casi tres meses. Se parecen entre sí. Los dos tienen como asunto nombres de
lugares. Los dos contienen imágenes que semejan postales de pésima calidad.
Acaso escaneadas. En ninguna de las imágenes hay personas, sólo paisajes
pixelados. De Kiev, de Trakwav, acaso. Sólo el segundo agrega unas palabras
bajo la postal. Habla de distintas fronteras, de seguridad, del trabajo solitario
de un guardaparques al norte de Krakwis, de bungalows. Habla de una foto que se
perdió con el robo de una cámara, de sus contrastes, de su tono común. Son sólo
unas pocas líneas apretadas. No hay comas, no hay mayúsculas, no hay conectores.
Está logrando sintetizar, piensa Pné. Luego oprime responder. Eres un estúpido
hijo de una gran puta, tipea martillando con sus dedos finos cada una de las
teclas. ¿Tuviste que dar el número? Ojalá te pudrás. Luego oprime enviar y
abandona el ciber.
Una vez
fuera, dirigiéndose a la estación, ve a Patsy. Al otro lado de la interestatal,
camina junto a Huono. Por un momento tiene la sensación de que Patsy pretende
no haberla visto, sin embargo al momento siguiente es Patsy quien se gira y le
hace un gesto con la mano. Pné se decide a cruzar. Al otro lado, intercambian
algunas palabras y comienzan a caminar. En la esquina siguiente giran hacia
adentro, alejándose de la interestatal.
En el
trayecto se encuentran con la colorada, que increpa a Huono. Huono le responde
con voz baja y grave y le da dinero. Pné no logra precisar su lenguaje. La
colorada sigue camino hacia el otro lado. Un tanto más allá, atraviesan una
puerta de rejas y se internan en un pasillo rodeado por pequeños edificios
descascarados, silenciosos. Suben una escalera de metal oxidado y entran en uno
de los departamentos. Al abrir la puerta, Huono golpea con su mano izquierda el
marco. Una cicatriz breve le atraviesa el anular y resalta en su mano negra.
Adentro
Huono pone música y Patsy se esfuerza en preguntar si hay vodka. En buscarlo y
servirlo. Pné se acomoda en un sillón. Huele a negro, piensa. Sabe que no
podría describir ese olor, pero lo piensa. Se limita a estar callada. Patsy regresa
con el vodka y comienza a hablar. En voz bastante alta. Del trabajo, de los descansos
en el trabajo, de las cuentas por pagar, de la situación económica de su
hermana Polly, al este de Wruft, de los contratos en Wruft y el arrendamiento
de automóviles. De las mineras y sus pagas. Desliza algunos insultos, ríe. Su
risa hace pensar a Pné en una naranja exprimida. Todo el tiempo, Huono
permanece en la cocina. Luego sale y se mete en lo que parece ser un baño.
Patsy ensaya un brindis al aire. Pné se para y camina hasta la cocina. A
oscuras frente al refrigerador, siente la presencia de Huono. Escuchá su música
grave y rítmica, y cree estar siendo observada. Va hasta el fondo de la cocina
y descorre un pedazo de tela oscura que cubre una ventana. Ve, al otro lado, un
basural. Más allá, las instalaciones de la empresa. Se vuelve hasta el refrigerador
y saca una coca. Regresa, dice a Patsy que se marcha.
Parada sobre
las escaleras de metal oxidado, con el sonido de la puerta aun en sus oídos, escucha
hablar a Huono. Piensa su lenguaje como pedazos de cosas diferentes. Sabe que
no podría explicarlo. Se va.
Llega a
casa un tanto más tarde que lo habitual, pero no lo suficiente como para tener
sueño. Acaso por eso se queda frente a la tv hasta bien entrada la noche. Ve un
programa de preguntas y respuestas, ve el sermón de un cura, ve un largo y
aburrido documental acerca de dos cineastas hermanos, oriundos de un lugar frío,
o así le parece. Acaso Bélgica. Duerme.
Luego todo
continúa de la misma forma. Acaso sólo se da una leve variación en la relación
de Pné con Bip, pero esto es improbable. O inconsistente. Tal como un residuo,
como burpen, es algo que está ahí en un momento y al momento siguiente ya no lo
está. Acaso por eso, cada vez que el residuo enciende sus luces, Pné piensa en
una mañana. En un gesto, en la letra en inglés de una canción. La situación es
más o menos la siguiente. Pné y Bip trabajan, llevan dos o tres horas ordenando
papeles, cargando sus datos a la red, archivándolos. De pronto, Bip retira su
silla hacia atrás y mira a Pné un instante. Le ofrece sus auriculares. Pné se
los coloca. Durante unos cuatro minutos lleva el tiempo con su pie derecho. Luego
se desentiende de los auriculares. Sonríe. También Bip, pero Pné siente su
sonrisa distinta a la suya. Por último, Bip vuelve los ojos a las oficinas
vidriadas al otro lado de la sala de descanso y alza la mano como saludando. Vuelve
a ocultarse tras el tabique de madera. Fin de la escena.
Los mails componen
una serie de tres que se extiende por un periodo de aproximadamente seis meses,
o más. Su escritura es dilatada y paciente. Distante. La de alguien que cree
tener todo el tiempo del mundo o se está volviendo loco, piensa Pné. El primero
habla de ciudades, de oficinas de empleo y de tendidos eléctricos. De albergues
viejos, probablemente construidos durante la segunda guerra mundial. De señales
anónimas. Los restantes, no difieren en mucho de éste. Se repiten los tendidos
eléctricos, los oficinistas. Se repiten las señales anónimas. En los
subterráneos, en las calles. Sin embargo, también se superponen nuevos datos. Se
superponen amables lava copas hindúes, cámaras de seguridad, niños con navajas.
Se superponen cúpulas de catedrales antiguas, drogas de diseño. También, sobre
el cierre del segundo, una frase: tuve que hacerlo. Es la escritura de un loco,
piensa Pné. De un loco o de un zombie, se repite. Es la escritura de un zombie
loco hijo de una gran puta que sólo quiere atención y cree tener todo el tiempo
a su favor, confirma, por fin. Luego los elimina, sumariamente, de su bandeja
de entrada.
Durante dos
semanas, las llamadas telefónicas vuelven a repetirse. Es tarde, Pné dormita
frente a la tv encendida y los timbrazos están ahí, puntuales, una y otra vez. Se
limita a dejarlos agotarse, a dejar que el contestador haga su trabajo. Vuelve
a dormir.
Un día de
franco despierta más tarde que lo habitual. Lava su cara, enciende su computadora
portátil, chequea su cuenta de correo. Avisos de redes sociales, cadenas de
mails de contactos conocidos con fotografías, propagandas de candidatos
políticos, correo basura. Pné despliega uno. Pasajes de avión en temporada
baja, 50% off. Lo deja en pantalla y prepara el desayuno. Luego, navega
entreteniéndose con los destinos y los costos y las fechas disponibles. Voy a
ir, se dice, de repente, al dejar la taza y el plato en el lavadero. Apaga su
computadora portátil y se viste.
No se
sorprende en absoluto al recordar la dirección. Menos aún, tras una hora y
media de viaje y dos transportes, de dar con su ubicación exacta. En mesa de
entrada le indican hacia dónde dirigirse. Pné camina los pasillos blancos desgastados
y sube dos pisos por escalera. Le gusta el olor, o al menos no le disgusta. Le
gusta el lenguaje preciso y neutro de las señalizaciones, o se siente guiada. Al
llegar a la habitación correcta, se detiene frente a la puerta cerrada. Por un
instante es como si dudara o esperase encontrar a alguien más. A lo largo del
pasillo, ve pasar personal del hospital, gente común, camillas. Todo blanco.
Ninguna cara conocida. Contra la pared, en un banco, hay una mujer vieja. Gorda,
pecosa. Se sostiene ambas manos juntas sobre el abdomen, la observa. Pné da un
empujón a la puerta y entra.
Ve una cara
pálida, una cabeza afeitada. Ve cables, sábanas blancas, un florero. Ve un
cuadro. Ve un portarretratos. Ve un brazo magullado. Ve una ventana cubierta de
luz.
Afuera, la
mujer gorda la llama. Pregunta si le dieron un acceso en la entrada o posee
algún tipo de pase especial. Pregunta por el doctor Mosh. Aprieta una mano con
la otra. Pné se queda en silencio. La mujer habla de un niño. De un accidente
doméstico. Los padres, la mujer, el niño. Una piscina vacía. Se le humedecen
los ojos. Pné se limita a escucharla. De pronto, la mujer se detiene y pide
disculpas. Dice comprender también su situación y toca levemente su brazo
derecho. Vuelve a sentarse en el banco, acaso, a rezar.
Al salir, se
sienta en una pared baja que recorre todo a lo largo el frente de la clínica. Los
codos en las rodillas, las manos en la barbilla. La mirada fija y móvil a la
vez. Acaso piensa en los mails, acaso, en la canción que Bip le hizo escuchar,
en las llamadas telefónicas. Acaso no piensa en nada. Un guardia le dice que
está prohibido sentarse ahí y luego se encierra en un garito. Pné se para y se
queda estática en el lugar. Ve un automóvil rojo atravesar la avenida
lentamente. Más allá, obtener el verde y girar hacia el estacionamiento. Una
vez que ha ingresado, camina hacia el otro lado.
Para
regresar, toma un solo transporte. Casi al abordar el segundo, se decide a no
hacerlo. Caminando, atraviesa zonas comerciales, barrios residenciales grandes,
pequeños consorcios de departamentos. El cielo tiene un tono neutro, la
temperatura no es demasiado helada, aunque en ocasiones Pné sienta frio y guarde
sus manos en los bolsillos de su campera liviana. A dos cuadras de su casa,
atraviesa una plaza. Acaso por el cansancio, cree no saber que estaba ahí.
Acaso por lo largo del día, se sienta en una hamaca. Hay una mujer con un carro
de bebe, hay niños en corro observando atentos algo impreciso, sobre el suelo
de cemento. Acaso un animal herido, incapaz de moverse. Hay, a lo lejos,
adolescentes que le dan miedo. Se hamaca unas cuantas veces. Luego se marcha.
En casa,
lava su cara, se mira al espejo. Una decisión precoz, acertada, se dice,
mirándose al espejo. Hace el gesto de una sonrisa.
Al día siguiente
vuelve al trabajo. Todo sigue su mismo curso. Acaso por eso, es Pné quien
insiste, al terminar la jornada, en ir al bar. Patsy y Bip aceptan.
Se sientan
a la misma mesa que la primera vez. Bip y Patsy toman Vodka, Pné un juego de
frutas. Patsy busca las bebidas y se demora en la barra. Bip y Pné escuchan la
música y comentan diferentes cosas. La decoración del bar, el tipo pálido de la
barra, los tragos fuertes y los tragos suaves. En ocasiones, Pné se queda
mirando la pantalla un buen tiempo, tomando de a sorbos su jugo de frutas, y
Bip lleva el tiempo de la música con sus dedos, contra la mesa. Luego todo
vuelve a repetirse.
Sin
embargo, en un momento, Pné se queda más tiempo de lo habitual vuelta a la
pantalla. Ve hombres con cuchillos y grandes animales caídos. Ve gente con
pañuelos en la cara arrojando piedras. Ve un inmenso elefante en una piscina, un
río congelado. Ve dos hombres barbudos sangrando sobre el cemento. Han
interrumpido la programación por algún motivo especial o hay algún tipo de
interferencia, piensa. Toca el brazo de Bip para que se vuelva a ver, pero las
imágenes vuelven a cinco o más tipos en una coreografía. Luego a tres, o dos,
uno no tiene bien un ojo. Luego a una mujer vestida de negro. ¿Qué?, dice Bip.
Nada, dice Pné. Bip sonríe y se le queda mirando.
Más tarde
llega Huono y se pierde hacia el otro lado, donde la pista de baile. Patsy lo
sigue. Hay silencio. De repente, Pné se espabila. Cómo era la canción que me
hiciste escuchar, pregunta. Oh, no puedo recordarlo ahora. No puedo recordarlo
con tanta música alrededor, dice Bip. Vuelve el silencio. Pné piensa comentar
lo que vio en la pantalla. Luego, se pregunta que para qué. O cómo. Se queda
pensando en eso, en cómo. También, sin saber por qué, piensa en el lenguaje de
Huono, en su música, su voz.
Entonces, como
una tromba, la colorada. Acaso las reconoce. Va directamente hasta la mesa y
las insulta. Putas drogadictas. Zorras millonarias drogadictas. Pné y Bip se
limitan a escuchar. Culos acomodadas. Putas drogadictas. Golpea la mesa. No se
mantiene en pie. Soretes melancólicos. Soretes nostálgicos del bienestar.
Dopadas hijas de una gran puta. Hijas de papá. Putas drogadictas. El tipo
pálido y flaco la toma por detrás y la lleva hasta la barra. Pné se para y va
hasta el baño. Da un empujón en la puerta. Ve el culo blanco de Patsy, su
cuerpo hincado. Ve la verga muerta de Huono, la lengua pastosa de Patsy,
lamiendo. Ve la cicatriz en la mano negra de Huono sobre la espalda de Patsy.
Ve algo en esa mano. Ve muchísimas palabras rayoneadas sobre las paredes del
baño con todo tipo de caligrafías, instrumentos, gramáticas, lenguajes. Ve
infinidad de palabras que intentan decir algo, o no decir absolutamente nada. Se
va.
Mientras
aguardan el tren, Bip chasquea los dedos. Lo tengo, dice. Qué, dice Pné. Lo
tengo, repite Bip. Lo tienes, dice Pné. Lo tengo, dice Bip. Qué, repite Pné.
Hay silencio. Lo tengo, dice Bip. Lo tienes, dice Pné. Sí, dice Bip. Canturrea.
Luego, silencio. Acaso incómodo, acaso liberador. Acaso, silencio.
De pronto,
casi a la vez, Bip y Pné, cantan:
Ayer
desperté chupando un limón
Ayer
desperté chupando un limón
Ayer
desperté chupando un limón
Casi
gritan. Ríen.
Ayer
desperté chupando un limón
Ayer
desperté chupando un limón
Ayer
desperté chupando un limón
Es un
momento. Luego lucen agotadas, se quedan mirándose. Bip da un beso Pné. Pné no
se niega. Sin embargo, cuando siente la vibración de las vías del tren se
desentiende. Da un paso y se vuelve a ver. Abraza a Bip. Finalmente, sube el
tren.
Una semana
después tiene un nuevo mail en su bandeja de entrada. Son unas pocas palabras.
Secas. Hablan de formas de ver el cielo, de climas. Hablan de formas de
acurrucarse en las estaciones, para dormir, de caminos agrietados y de goteras.
Por todas partes. Hablan de formas de saludar y de decir adiós. Pné las relee
varias veces. De principio a fin, salteando oraciones, modificando su orden. Está
regresando, se dice, por fin. Está regresando o piensa tirarse de un puente, se
repite. Luego apaga su computadora portátil y se pone a lavar los platos sucios
acumulados. Primero los coloca a todos en remojo, luego friega uno a uno con
detergente y lo enjuaga. Por último, lo deposita en el escurridor. Es mi día
libre, se dice, cuando acaba. No estaría mal ir a la plaza.
Al salir se
detiene a la entrada del edificio. Acaso siente un olor raro, acaso, le llama la
atención ver poca gente en la calle. Se queda estática. Mira el cielo, ve pequeñas
cosas flotando en el aire. Residuos. Polvo, una bolsa de naylón, algunos
papeles. No hay viento, pero sí una brisa fresca. Se pregunta si hubo una
tormenta o estará por llegar. Luego se sienta en el borde del hall de entrada a
mirar las cosas flotar en el aire, suspendidas.
Más tarde camina
hasta un mercado y compra un jugo de frutas. Regresa. Sentada otra vez en el
hall, lo toma del pico. Bueno, ahora lo sabe, se dice, de repente. Por fin lo
sabe, vuelve a decirse. Luego vuelve a entrar a su casa.