En la Escena

Pero uno hablo o se opuso o simplemente se removió de una manera especial en su butaca, y entonces desde las gradas superiores comenzó a bajar un silencio torpe que ensombrecía las caras e iba dejando atrás el asombro para dar paso a la sospecha y el gesto irónico. En el centro de la Escena, tal vez imbuido de su rol o simplemente como un burócrata proactivo y eficaz, el Tercero se relamía en pequeñeces, sin embargo de pronto, y aun cuando nadie lo esperaba, se volvió y acercándose al Juez con pasos amplios que semejaban un robot de juego infantil extendió su brazo para señalar con un gesto vago el punto impreciso de la duda. De esa forma el público, que hasta entonces había permanecido en sus butacas normalizado −unos masticando, otros profiriendo comentarios a sus más cercanos o compenetrados con la Escena y de a ratos gritando vivas, y entre el que acaso, luego, algunos habían girado levemente las cabezas, con sus alimentos a medio ingerir, impasibles pero exaltados a la vez−, bajo la mirada inquisitiva de esa autoridad, fue espaciándose poco a poco hasta conformar un círculo perfecto. En su centro, como un blanco nocturno, sin nadie a menos de dos metros de distancia, se encontraba J, que lentamente se paró, confuso y como impelido por una verdad necesaria y obligatoria aunque inentendible, y miró hacia uno y otro lado y, por supuesto, hacia el Campo de la Escena.
     Quizás por este motivo, el Juez dijo algo imperceptible al oído del Segundo, entonces éste giró y, tal vez parecido a sí mismo, tal vez diferente –excusas que quizás alguno deslizó una vez que abandonaba el predio, ya afuera y sin peligro alguno, aunque siempre reverenciando a las autoridades, por lo bajo−, repitió el mensaje al Subalterno, que, por fin, se acercó al Tercero con pasos precipitados pero rítmicos y extrayendo una libreta verde de su uniforme y recorriéndola hoja tras hoja con su dedo índice estirado hasta encontrar lo deseado, señaló en ella algo en particular imposible de precisar. El Tercero observó como mecido por un éxtasis silencioso lo que el Subalterno exponía a sus ojos y se quedó quieto un instante; luego giró y con un dejo de deferencia y elegancia, sin siquiera gritar, sugirió a J, con los brazos extendidos conformando un ángulo de noventa grados y las palmas hacia abajo, que descendiera al Campo de la Escena. No fue necesario pedir permiso ni codear a nadie como sí lo había sido al ingresar ni mucho menos estirar el cuello para elevar la nariz y respirar algo del aire que se colara por encima de los hombros y las cabezas amontonados; el predio amplio y ovoide fue ofreciendo sus escalones fríos y precisos y bien dispuestos a J, que con sus primeros pasos se preguntó en qué clase de confusión había caído, pero a la vez y para no dar muestras de temor que quizás pudieran generar una impresión equivocada de él o pudieran ser usadas en su contra, se obligó a contar uno por uno esos escalones, de forma que su mente estuviera focalizada. Al llegar al número 213, y casi como en un sueño conquistado, percibió el césped verde como una playa desierta en la que ancianos montados en sillas automáticas prolongaran una alfombra roja desde el mismísimo mar hasta sus pies. Y en verdad eso era lo que sucedía. J adelantó su pie derecho hasta la alfombra pero inmediatamente dudo y, de esa forma, con el pie en el aire oscilando como un péndulo, percibió que el Tercero desde la otra punta de la alfombra, al pie del Campo de la Escena, le indicaba que Sí, que lo correcto era avanzar, y a su vez, más atrás y ya arriba del Campo de la Escena, el Subalterno asentía y el Juez y su Segundo permanecían inmutables o indiferentes.
     Así, siguiendo siempre las indicaciones del Tercero, J llegó hasta el escenario y una vez ahí, parado en el lado opuesto al del Juez y su Segundo y el Subalterno, pudo precisar, sin desearlo y hasta nunca mirando fijamente sino manteniendo la vista en alto y como perdida en un punto indeterminado de las gradas inferiores que se adelantaban contra los palcos, las gotas de humedad que se desprendían del hombre tendido en la camilla y goteaban contra el suelo. De un momento a otro, es decir mientras J ya acomodado a la izquierda del escenario jugaba con sus ojos como los encandilados en los juegos de caza, el Tercero cambió el pañuelo que cubría sus hombros por uno que descansaba junto a la camilla en que estaba el hombre tendido; luego, nuevamente con pasos que semejaban un robot de juego infantil, fue hasta la Parte Anterior de la Escena –donde se acomodaban Autoridades y también, más arriba, descendiendo del primer haz de la luz, o acaso el más primal, La Autoridad− y como rindiendo pleitesía o pidiendo permiso extrajo del Marco uno de sus símbolos: La Hoz Herrumbrada e Histórica (en adelante HHH). Se acercó a J, que casi temblaba aunque de todas formas mantuviera ambas manos cruzadas a su espalda –manos que posteriormente pudo precisarse estaban rojas producto de la fricción y el frío−, y la elevó hasta su frente. (En ese momento, quizás un espectador atento hubiera podido precisar que alguien no identificado cercano a las gradas superiores levantaba los brazos o agitaba su cabeza en círculos que a la vez elevaban y hacían caer sus pelos de una forma cercana a la perfección geométrica, pero lamentablemente las innovaciones de la Escena lograron inadvertirlo.) Fue un momento. Sin embargo es preciso decir que para J el instante se prolongó más de lo deseado, tanto que sus pensamientos se dispersaron en infinitas líneas, por llamarlas de alguna manera, convergentes y divergentes, mutiladas al nacer o extensas, pero a la vez, de un momento a otro, el silencio lo ganó por completo: se podría decir que sólo la HHH permaneció latente, suspendida sobre su cabeza.
     Pero nada de lo que J temía ocurrió: al instante siguiente el Tercero, imperturbable, bajó la HHH y en el mismo acto se la dio a J, que a su vez la tomo con su mano derecha como dudando y a punto de desfallecer, para a la par ver cómo su mano izquierda flácida y libre se elevaba inmanejable llevada a destino, bien alto y con la palma hacia atrás, y como saludando se diría, por el propio Tercero. Él público, como era de esperar, tras la visión estalló en una ovación cerrada y hasta el cielo cubierto por un gris ceniza y como disperso tendió a aclararse, lo que también, hay que asentarlo, sembró dudas acerca de lo correcto de lo actuado. Luego, y bajo los aplausos incesantes, el Tercero llevó a J, aún sosteniendo la HHH, a reconocer el Campo de la Escena: se detuvieron y reverenciaron su Frente –con su herramientas apiladas y brillantes−, su Costado –no sin antes rendir pleitesía al Juez y su Segundo y al Subalterno−, su Parte Anterior –irguiendo el cuerpo y agachando la cabeza ante las Autoridades y La autoridad− y, como sostenidos por la mirada lejana de los palcos, su Costado Inicial. (Cabe decir que durante este recorrido, el hombre tendido en la camilla no emitió sonido alguno y, en cierta forma, esto le permitió a J realizar el proceso de manera óptima.) Posteriormente, el Segundo se separó del Juez con gesto severo y fue hasta J; una vez junto a él le pidió la HHH y con ella en sus manos giró hacia las autoridades, pero más que nada hacia La Autoridad; elevándola a la altura de su cabeza, la de J, como si fuera a practicar una forma deportiva muy extendida entre los grupos acomodados, la mantuvo así un tiempo que, a los ojos del espectador común, pero también a los de J, pareció excesivo y tedioso; luego la esgrimió ante el público como quien osa hacer gala de una presa lograda en una cacería confusa y hambrienta, y, por fin, la depositó en el Marco junto a los demás símbolos, en el centro mismo de donde había sido tomada. Una vez que acabo su participación, estirando el brazo y a la vez semi quebrándolo para luego hincarse, sugirió a J que fuera tan amable de acompañarlo. De esa forma, ambos se pararon de frente a La Autoridad y cuando se abrieron las compuertas de la parte inferior del Campo de la Escena, la abandonaron perdiéndose tras ellas, que volvían a cerrarse.

     El descenso fue breve pero constante, de eso estaba seguro J. Sin embargo, y esto lo evaluaba en el cómodo sillón en que le habían indicado sentarse, era como si aún estuvieran bajo la Escena, como si aún tuvieran al público y a las Autoridades y al Juez y al Subalterno y al Tercero moviéndose sobre sus propias cabezas, o más que nada sobre la propia cabeza de J, porque el Segundo tras de depositarlo en su lugar, se había perdido tras una puerta que para J ahora era imposible determinar dónde se encontraba. También pensaba sobre lo que había ocurrido arriba, más que nada sobre lo ocurrido justo antes de que el público se abriera para dejarlo al descubierto, como un blanco nocturno. Trataba de precisar en qué momento su cuerpo o sus manos habían expresado qué, porque su boca no había proferido nada o tal vez sí, tal vez sí, aunque en verdad algo incompresible o, mejor, algo que él no podría explicar pero que de hecho había sido expresado y registrado aun por sobre el tumulto de la gente (¿habrían perfeccionado el Sistema de Análisis y Contemplación? ¿Sería tan poderoso incluso entre tanta gente?, se preguntaba, angustiado, J). Aunque si no se perdió en la Escena, volvía a evaluar J, quizás los Servicios, quién sabe; y en el acto trató de silenciar sus pensamientos. Es innegable que un interrogante flotaba en el fondo de su cabeza: ¿Por qué fui? ¿Por qué algo no estuvo bien?
     El Segundo volvió acompañado por otro Subalterno. Era grandote y tenía las siglas HHH doradas –acaso forjadas en bronce− sobre una musculosa negra que se prolongaba hacia abajo en pantalones terminados en forma de triángulo, se diría como campanas. Sin embargo, lo que llamó la atención de J, y de hecho lo atemorizó, no eran las siglas -en verdad son comunes en las Fuerzas Sociales-, ni siquiera el uniforme del Subalterno, sino lo que portaba: una escalera pequeña (La Escalera), tallada en madera, de no más de siete peldaños. Incluso la observó un buen tiempo tratando de prever qué fin podía tener. No hubo caso: La Escalera, para J, era tan inexpugnable como el lugar en que se encontraba, una bóveda circular y blanca sin ningún tipo de quiebres geométricos, o huecos, más que la entrada abierta por donde él había llegado, entrada que además, ahora que volvía a observarla, parecía perderse a lo lejos y hacia abajo, como un túnel infinito y blanco que tiende, paradójicamente, hacia la luz.
     Cuando J volvió su atención a lo que sucedía, el Segundo y el Subalterno dejaban La Escalera frente a su sillón y se colocaban guantes negros con pequeños rectángulos ocres dispersos indiferentemente por su superficie. Luego, con las manos en alto fueron recorriendo lado a lado la bóveda hasta que en un momento uno, el Segundo, tal vez con un gesto parecido a una sonrisa, asintió sin decir nada y el otro corrió hasta La Escalera y la llevó justo debajo de dónde el otro había indicado. Cuando acabaron de acomodarla, tras varios avances y retrocesos en la búsqueda del punto exacto, ambos se hincaron y permanecieron así un buen tiempo, con sus cabezas inclinadas hacia abajo. J, por más empeño que puso, no pudo entender demasiado, y se tranquilizó pensando que todo eso no le concernía.

     El Segundo le señaló al Subalterno un costado del ingreso a la bóveda y una vez que éste estuvo ahí, con la palma de su mano izquierda hacia arriba estiró su brazo. Entonces el Subalterno, que hasta ese momento había guardado cierta solemnidad, e incluso hasta realizado cada una de sus acciones reconcentrado y con el ceño fruncido, se distendió primero rascándose la cabeza y luego cruzándose de brazos y apoyando la planta de su pie derecho y parte de su espalda contra el borde del túnel, como a la espera. De esa forma, J pudo percibir que había un borde finísimo en la entrada, es decir que la bóveda no era algo circular y acabado como el fin de un túnel sino que poseía una geometría extraña pero basada en algún tipo de lógica ahora más reconocible gracias a la pose del Subalterno y la oscilación de luz que generaba. Sin embargo, dudaba también respecto de la luz: Pensándolo bien, se dijo, tampoco es determinable el punto preciso de origen de los haces que blanquean cada una de los lados de la bóveda. Fue en ese momento que el Segundo, tras su silencio cerrado, habló: dijo a J que la voluntad de La Autoridad había puesto en sus manos el desenlace de la Escena, que él debería decidirlo; y entonces, girando, señaló a su espalda un cubo de bordes metálicos. Aquí, dijo el Segundo, vas a asentar tu elección. Después te podés ir. Tras oír estas palabras o acaso mientras las escuchaba sílaba a sílaba, pero también después, J tal vez tiritó o simplemente bostezo y produjo algo así como un quejido leve, lo cierto es que el Segundo permaneció inmutable y como alabando un prodigio posible pero miserable. Esforzándose, J intentó articular algunas palabras, pero tal como en sus peores pesadillas, no pudo emitir sonido alguno.
     –Sabía que ibas a dudar –dijo por fin el Segundo tras un periodo prudente de espera. –Es fácil, arriba, osar. –Y agregó finalmente, en forzado tono solemne, tal como si repitiera un verso aprendido de memoria–: Acá abajo, y ya en ruinas o sobre las grietas de su propio espejo, cualquiera tiende a zozobrar.
     Luego movió sus ojos para señalarle a J La Escalera, que permanecía como aislada y expectante más atrás y semejaba una típica nave abandonaba en las Ciudades Anacrónicas que, sin embargo, prometiera, para quien se atreviese a probar si aún servía, si aún estaba viva, un viaje diferente.
      –Subí –ordenó el Segundo–. En lo alto te espera algo previsto para cada uno de nosotros. Una vez que hayas tenido tu visión, tenés que decidir. Es orden de La Autoridad.


     Mientras J, montado a La Escalera, tuvo su visión, el Segundo dio vueltas y vueltas alrededor de la bóveda. Sus pasos fueron una y otra vez hacia un lado y hacia el otro, hacia un lado y hacia el otro. En un momento se acercó al pie de La Escalera y observó la posición de J, como tratando de determinar el punto exacto de su atención, luego bajó la vista y reemprendió la marcha en círculos. Por su parte el Subalterno, en contraste, permaneció en la misma posición –decíamos: parado, la espalda contra el túnel, la planta del pie derecho plenamente extendida sobre sus bordes– y sólo en una oportunidad, deslizando su mano izquierda por el escote de su vestimenta, se puso en movimiento para extraer un aparato. Entonces emprendió un extraño ciclo: a cada paso a su lado del Segundo, tendió a esconderlo y, a su vez, a cada resto de giro, se lo llevó a su boca un instante a la par que elevaba su cabeza y la inclinaba levemente hacia atrás; finalmente volvía a bajar su mano izquierda con el aparato. Todo el resto del tiempo, silbó. Una y otra vez, una y otra vez. Sólo en una ocasión fue como si hubiera olvidado esconder el aparato, pero de todas formas tampoco le importara demasiado. La actuación se repitió varias veces, pero de pronto el Segundo cayó en la cuenta de su presencia, de la del Subalterno, y detuvo su paso de golpe y levantó la cabeza. Lo escuchó silbar un momento, desde el otro lado de la bóveda; probablemente evaluó reprenderlo. No lo hizo, simplemente fue hasta el sillón en que había estado J y se sentó y cerró los ojos. El Subalterno, que se había dado cuenta de todo, aprovechó para guardar nuevamente su aparato en el escote de su uniforme y con la misma mano izquierda ahora libre, se quedó como golpeándose la rodilla derecha y haciendo pequeños gestos con la boca.
     Después llegó una mujer y se paró frente al Segundo. Con gesto despectivo, lo observó dormitar un instante. Luego depositó sobre su falda, la del Segundo, que ahora también producía leves ruidos nasales, un plano de forma rectangular. Con su roce, éste despertó exaltado para ver sus caderas perderse a través del túnel y, más acá, la sonrisa cínica del Subalterno. También, al mirar hacia el otro lado, para ver descender unos pasos de La escalera a J y notar su confusión. Se paró en el acto, depositó el plano sobre el cubo y volvió hasta el sillón.

     Así como no supo por qué dejó de percibir su visión, que se repetía una y otra vez pero no agotaba, y de hecho era placentera; de la misma forma, suspendido entre interrogantes, J se preguntó por qué había descendido de La Escalera y por qué ahora debería decidir el desenlace de la Escena y, puntualmente, el del hombre en la camilla, pero más aún: en qué podía ayudarle para eso su visión. Volvió a observar la bóveda: el Segundo aún tenía el mismo gesto en su cara que cuando lo obligó a subir, y lo miraba como si él fuera una rara aparición, acodado en el sillón. Más allá e indiferente de todo esto, el Subalterno seguía en la misma posición que antes y se golpeaba la rodilla rítmicamente con su palma derecha hacia abajo. De todas formas no tuvo tiempo para hacerse tantas preguntas, el Segundo le ordenó que bajara y, una vez que lo hizo, le indicó el cubo. J dudó y dio algunos pasos temblorosos, como acercándose pero a la vez deseando no llegar nunca. Cuando estuvo en el lugar exacto, el Segundo le indicó que colocara su mano izquierda con la palma hacia arriba y elevara la cabeza, luego él mismo se hincó. J, bajo la mirada indiferente del Subalterno, lo hizo. Eso fue todo.

     Más tarde el Subalterno y J caminaban a través del túnel; el Subalterno adelante, J más atrás. Observaba la HHH forjada en bronce de su espalda, lo oía silbar. Intentaba determinar qué era, qué silbaba, pero no podía asociarlo a nada que conociera. Pensó que quizás eso indicaba algo, que quizás algo de eso tenía que ver con su visión, con dos mujeres en un desierto, o una isla, era todo bastante vago en verdad, tratando de recordar o recordando o imposibilitadas de hacerlo, y cantando. Tuvo miedo y odio y ganas de reír, y aunque pensó que debía silenciar sus pensamientos, acaso en un gesto de rebeldía, al menos él lo sintió así, se negó a hacerlo. Siguieron avanzando un buen tiempo por el túnel blanco y, con cada paso, J tiritó. Por fin, se decidió a intentarlo: le preguntó qué silbaba, por qué; el subalterno giró levemente el torso y rió, tenía una risa grande, como él, y estúpida. Y los ojos hinchados. Nada, dijo. ¿Eso significa algo? ¿A dónde vamos?, preguntó J. Es algo que solía escuchar de mi robot de juego infantil, dijo el subalterno, como aburrido. Hace bastante ya. ¿Tiene que ver conmigo?, volvió a animarse J. El Subalterno volvió a reír: oh, por favor, ¿sabés sus palabras? Por favor. J tenía los ojos grandes y miraba hacia todos lados y para él todo era blanco y todo, un túnel infinito que se alargaba hacia abajo. De repente el Subalterno detuvo su marcha y se volvió hacia él. Volviendo a reír, empujó hacia afuera una parte del túnel, ésta cedió abriéndose como una simple compuerta de emergencia. A working class hero, is something to be, cantó manteniendo la sonrisa en los labios y su mano derecha sobre el marco. Sólo he retenido eso, dijo. Luego tomó de los hombros a J y lo arrojó hacia afuera.

     Afuera la gente aún seguía alejándose de la Escena en silencio o con breves comentarios sorprendidos y satisfechos. J miraba como buscando a alguien y a la vez no sabía si ponerse a correr o sentarse o simplemente reír nerviosamente. Dos niños que pasaban cerca de él, al otro lado de las vallas, lo saludaron con una reverencia, y entonces un anciano montado en una silla automática avanzó de lado a lado para correrlos. Un grupo de mujeres y un hombre lo observaron un instante, y dieron vuelta la cara, como horrorizados o avergonzados. Acaso con cierta pleitesía temerosa. J levantó sus manos y se tocó la cara. Se quedó así un instante: oía el tumulto de la gente dispersarse e irse alejando, el bullicio de la ciudad, como en un sueño. Un hombre con gafas oscuras y un objeto extraño en la mano lo observaba desde lejos. No lo percibió. De un momento a otro, J se levantó y observó el cielo adivinando una probable tormenta: se puso a caminar. Más allá, saltó los vallados y se perdió entre la gente.